De Ios solamente tenemos el recuerdo de ese puerto batido por el viento y las olas de los ferries donde hace tres años dejáramos atracado a Sargantana un par de días para embarcar camino de Santorini. Este año volvemos al mismo lugar, pero con ganas de dedicarle un poco más de tiempo.
Al bordear el cabo que nos permitirá entrar al puerto, me quedo atónita al descubrir que la inmensa construcción en lo alto no es una fábrica, como parece en la distancia, sino un enorme complejo de ocio que Google define como “sunset club”, con piscina infinita, pistas de baile, zona vip, barras de bar y hasta un auditorio orientado a la puesta de sol donde caben cientos de personas. Y en la colina adyacente, otro, más extravagante si cabe, pero que debe estar aún en construcción, porque Google no lo etiqueta (y lo que Google no nombra simplemente no existe).
Así nos da la bienvenida una de las islas más famosas de las Cícladas, estas sufridas islas que no dejan de ser como muchas otras en el Egeo, pero que están tomadas al asalto por el turismo de masas. Ese turista, supuestamente chic, que busca en las puestas de sol, en las playas de hileras de sombrillas, en los bares de copas y en la música comercial la estampa idealizada de una Grecia de casas blancas desplomándose sobre el azul del Egeo.
El puerto es como lo recordábamos. Elegimos un amarre de popa en el dique este, donde la ola de los ferries nos entrará de proa. Ojo clínico: es el único puesto donde las amarras a los bloques de hormigón del fondo están cortadas. Usamos el ancla, lo cual es un pequeño incordio, pues hay que estar alerta de que no nos levanten la cadena en los fondeos de los lados. A lo largo del día los tres diques se irán llenando de grandes barcos, sobre todo de alquiler y sobre todo catamaranes. Al final de la tarde los atraques serán creativos: mañana viene mal tiempo y todos los patrones de la zona buscan resguardo en puerto. Una vez más, haber llegado temprano tiene recompensa.
Dedicamos el día a los habituales quehaceres cuando tocamos tierra (supermercado, colada, llenar depósitos de agua, endulzar el barco).
A la mañana siguiente subimos a la Chora en un día plomizo. Parece que somos los únicos con ganas de recorrer andando las cuestas y las escaleras que llevan al pueblo. Pronto desistimos y cogemos el bus, pues el aguacero que nos pilla al iniciar el camino forma una catarata de agua y espuma que baja hasta la carretera. La espuma es el arrastre de la cal con la que, una vez al año, enlucen las fachadas y bordean de blanco las losas del empedrado en todos los pueblos-postal de las Cícladas.
La Chora está desierta. Es una ciudad con poca gracia, con un centro histórico de casitas cuadradas transformadas en una sorprendente sucesión de bares, tiendas y más bares que en este final de septiembre han echado prácticamente el cierre por fin de temporada. Luego leeremos en la singular guía de Matt Barrett que, desde junio hasta agosto, la Chora es una inmensa discoteca abarrotada de gente muy joven que empalmará cada noche de fiesta con un día al sol en Myropota, una de las mejores playas (dice) de las islas griegas.
Desde la ciudad, vistas. Vistas hacia abajo, sobre la bahía. Vistas hacia arriba, a la colina de la tres capillas que, en hilera, parecen custodiar la población. Vistas hacia el interior, a las pendientes excavadas de bancales que acogen plantaciones ordenadas de vides y olivos. La ciudad está plagada de carteles con mapas que muestran varias rutas de senderismo que recorren la isla. Gracioso contraste con el ambiente de copas y playa y encomiable esfuerzo de la autoridad pertinente.
Llegamos hasta los trece molinos que fueran tan relevantes para la vida y la alimentación de los iosianos, y que hoy apuntan ruina en su mayoría. La amenaza de lluvia nos hace desistir de recorrer los dos kilómetros que nos separan del teatro al aire libre. Y la tumba de Homero está demasiado lejos para ir andando. Supuesta tumba, habría que decir, pues no se sabe con seguridad dónde se halla enterrado. La leyenda cuenta que vino a esta isla a morir porque era la de su infancia, la de su madre.

Valoramos si refugiarnos en el museo arqueológico, pero optamos por bajar de la Chora, esta vez sí, caminando. Antes de la lluvia aún nos dará tiempo a pasear por la playa aledaña al puerto y despedirnos de una isla tranquila que nos cuesta imaginar en verano, en pleno éxtasis vacacional de la chavalada, herederos inconscientes de los hippies sesenteros que la convirtieran en su enclave griego del amor libre y la fiesta perpetua.
Lunes, 29 de septiembre de 2025
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