A mí se me mueve todo. Y eso que la sala de embarque tiene los asientos y el suelo negros, que dicen mamá y Luis que el mareo de tierra se nota sobre todo en sitios donde predomina el blanco.
El otro mareo, el de mar, pues ya depende de cada uno, y de cómo se mueva el barco. Ahora después me pongo con la narración cronológica del itinerario y esas cosas, pero adelanto que, para cómo se saltó, rebotó, crujió, se tambaleó y se escoró el pobre Sargantana durante la travesía de cruce a Grecia, yo diría que mis mareos han sido más bien discretos. Ha habido momentos críticos, pero he aguantado bastante bien. Y vale que la biodramina ayuda. Para quien no la haya tomado nunca: funciona más o menos como el cloroformo. Tú te la tomas y ya lo siguiente es que te despiertas unas horas (o días) después, sin saber muy bien dónde estás, con una sensación de paz muy profunda. Del mareo, ni rastro. Está genial. Y si ves que te vuelves a marear, pues te tomas otra. Yo se la recomiendo a todo el mundo, menos al capitán.
Martes 7 de mayo
Vuelo a Catania, cojo bus a Taormina sincronizada con mamá, que se ha bajado del barco en dingui, porque están fondeados, y ha cogido el bus que va justo antes del mío para subir al pueblo. ¡¡¡¡¡Reencuentro!!!!! Tenía muchas ganas de verla. Nos paseamos las dos por el pueblo de White Lotus, que se reconoce pero que en la serie mola más (aunque sigue siendo muy bonito). Yo tenía hambre así que nos sentamos en una terracita a que yo me comiera una piadina. Mamá, que se ve que lo que tenía era sed, se pidió un Spritz. Por cierto, momentazo cuando la camarera se refiere a mamá como a mi amiga. Yo me alegro por ella, porque confío en que es su edad la que la señora ha calculado mal.
Después fuimos a una ferretería y a hacer la compra. Cogimos el bus de vuelta y caminamos hasta un espigón donde Luis vino a recogernos con el dingui (adjunto fotos porque había una luz de atardecer preciosa). Después de cenar, el Sargantana puso rumbo a Roccella Ionica y yo, al camarote de popa.
Miércoles y jueves
Habíamos hecho 12 horas de travesía cuando mamá me despertó para que, por lo menos, hija, veas la llegada al puerto. La marina de Roccella está en una zona de pinos, separada del pueblo que está a media hora larga andando por un paseo marítimo. Íbamos a quedarnos dos días a esperar a que mejorara el tiempo para seguir de camino hacia las islas griegas del Jónico. El primero lo pasamos poniendo lavadoras y haciendo bricolajes en el barco (Sargantana destripado). El segundo, mamá y yo fuimos a por provisiones al pueblo. Mi nivelazo de italiano, y, sobre todo, el carácter de mamá, chafaron las intenciones del frutero que regló la balanza a un euro el kilo más alto del precio que nos había dicho el compañero que estaba fuera de la tienda con la caja de cerezas. “¡No, no. Sette no! Sei.” Ni en otro idioma se la cuelan a la mia mamma, menuda es.
Viernes y sábado
Nos levantamos a las 5 de la mañana y dio comienzo la Gran Travesía. No teníamos claro que fuéramos a poder hacer todo del tirón. A lo mejor había que hacer parada en Crottone, todavía Italia, antes de cruzar a Grecia. Dependía de las condiciones. Y al principio, bien. Mamá y Luis izaron la vela más grande. Avanzábamos rápido. Había olas y viento. El barco saltaba e íbamos en la bañera con los chalecos puestos, por si acaso. Luego subieron otra vela, la de delante, y recogieron un poco de tela de la vela grande porque, dependiendo del viento que haga, a veces conviene hacerla más pequeña. Iban así, ajustando sus cosas de marineros y a mí me parecía que controlaban mucho, la verdad. Que aunque el barco empezaba a botar bastante, iban tranquilos y dominaban la situación. Muy distinto de las primeras veces. Ahora ejecutan las maniobras de manera ordenada. Cada uno tiene asignada su parte (mamá proa: cabos, velas, ancla; Luis popa: timón, dirección, otros cabos) y se saben de memoria los pasos a seguir. Además, se gritan poco, solo para oírse cuando hay viento y están lejos. No cunde el pánico. Vamos, que muy distinto de las primeras veces. Así que yo iba tranquila y confiada.
Las olas y el viento fueron a peor y ya no se veía tierra por ninguna parte. Pero yo seguía tranquila. Mareada, incómoda y dando tumbos, pero tranquila. Como había que mantener la calma, cuando me metí en el camarote a intentar dormir, por primera y última vez en el viaje, me alegré de que Irene no hubiera podido venir.
Llegamos por fin a fondear a una isla Griega al norte de Corfú (no me acuerdo del nombre) el sábado sobre las seis de la tarde. ¡Hacía sol! Había parado el viento y Luis y yo, antes de comer, mientras mamá preparaba la comida-merienda-cena (el barco tiene su propia franja espacio-temporal) nos dimos un baño.
A mamá le gusta cocinar en el barco. Lo tiene todo pluscuamperfectísimamente colocado. Prefiere encargarse ella de todo lo que es cocina, que nada altere su orden, y se apaña muy bien, hay que decirlo. Logística, gestión de almacén, alta cocina en alta mar (con sacudidas y con inclinaciones de hasta más de 45º). Con muy poco margen de error. Con algún incidente aislado, pero solo alguno.
Domingo y lunes
No tengo la costumbre ni de escribir en un blog ni de moverme en barco, y no sé si me está quedando la entrada un poco larga. En cualquier caso, de la última parte del viaje, tengo que hablar sí o sí de la marina de Corfú, a la que llegamos el domingo sobre las tres de la tarde después de una travesía corta y de las fáciles, de las que se puede ir tranquilamente tomando el sol (¡por fin!). Mamá y Luis se habían guardado la sorpresa: el de Corfú es un puerto que está dentro de una de las dos fortalezas que tiene la ciudad, construida sobre una colina que sale hacia el mar. Es impresionante. No te cansas de mirar y no terminas de darte cuenta de lo chulo que es estar atracados allí. Duchados y vestidos casi de verano, nos fuimos a pasear la ciudad, que tiene un casco antiguo con callecitas preciosas (y muy pensadas para los turistas) y que yo me imaginaba de casas blancas y azules (como una se imagina Grecia por culpa del anuncio de yogur griego de Danone). Pero ese estilo es el de las islas del Egeo, como Santorini. El de Corfú se parece más al de los pueblos italianos del sur. Igualmente, me encantó. Y me encantó también el restaurante de la plaza llena de buganvillas en el que cenamos.
Yo ya estoy en Milán. Tuve que interrumpir la escritura que empecé en el aeropuerto porque por fin dio la hora de hacer el embarque. Hoy ya es jueves (entre unas cosas y otras, aquí con Irene he procrastinado un poco el tema blog). Me quedaba sólo contar que, antes de despedirnos, el lunes por la mañana fuimos juntos otra vez a la ciudad a pasear un poco más y a hacer la compra en los supermecados y puestos de fruta que habíamos ido localizando la tarde anterior. Comimos al sol en la bañera del barco. Después de ver alejarse al Sargantana, subí las escaleras de la fortaleza con la mochila a hombros (por cierto, que no cupo en la caja de medidas de Ryanair al subir al avión y me libré de pagar por los pelos, porque puse mucha pero mucha cara de pena, que son 60 eurazos) y me fui a coger el bus al aeropuerto, mientras se me movía todo.
Me lo he pasado genial. Muchas gracias a los dos. Os quiero mucho.