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miércoles, 31 de mayo de 2023

Leonidos - Sampatiki. Costeando por el Argólico

Acostumbrados al Egeo, el Argosarónico nos cambia bruscamente la perspectiva. Costas verdes y muy montañosasChalets de diseño que se asoman a la orilla entre praderas de césped y piscinas. Lujo y pasta, como en Mallorca. Un mar sin ola y casi sin viento, cerrado, previsible, templado, sin dientes. Un mar que recorremos con poco viento y demasiado motor, desde Ermioni a Porto Keli, con mucho más cuidado porque ahora los cruces son frecuentes y hay que navegar por estrechos entre islas, marcas y bajos. 

Decidimos fondear en la bahía de Metochi, una ensenada tranquila y relajada. Sorprendentemente somos los únicos, es claro que a las flotillas lo que les mola son los puertos. Un bañito al terminar de echar el ancla en cuatro metros de arena de una cala desierta debería prescribirse como cura infalible contra el estrés. Si por casualidad hay alguien de la OMS leyendo, hagan el favor de recoger esta sugerencia en su boletín de recomendaciones.

Fondeo en solitario en Ormos Metochi, huyendo de las flotillas de Ermioni


Cruzamos el golfo Argólico relajadamente, de este a oeste, desde la isla de Speltzes hacia la ciudad de Leonidios, un puerto al que llegamos a entrar, aunque no nos convence. Hay sitio libre, pero el muelle es un tanto cutre y además tiene fama de muy profundo y de difícil agarre del ancla. 

Vista de la isla de Speltzes


Decidimos seguir subiendo hacia el norte y acabamos encontrando una opción mejor en Sampatiki, una aldea de pescadores con un puertito minúsculo en la que nos acomodamos entre las barcas de pesca locales, que casi ocupan todo el espacio del muelle con sus artes de pesca y montones de redes amarillas.

Grandes montañas se asoman al mar cuando subimos por la costa hacia el norte 


Barcas de pesca en el puerto de Sampatiki


Llegamos a mediodía y la luz del sol está ligeramente velada. No hay viento. El puerto parece desierto, unas pocas casas, una taverna, una pequeña playa de guijarros. Poco más.  

Pero en el muelle sí hay gente. Notamos sus miradas nada más entrar por la bocana. Nos observan con curiosidad, pero con el rabillo del ojo. En el puerto nadie se mueve, aquí cada cual sabe apañarse por su cuenta

Hacemos la maniobra en silencio. Soltamos el ancla en ocho metros y damos atrás suavemente, tratando de esquivar las boyas naranjas con cabos de muerto que llenan la dársena. Tratamos de adivinar dónde debería amarrar un forastero que llega a Sampatiki a mediodía de un jueves de junio.


El muelle de Sampatiki visto desde la playita de guijarros de enfrente


El puerto de Sampatiki desde el mirador de la carretera que va hacia el pueblo. Sargantana al lado de la verde y de otro barco con pabellón y nombre griegos 


Pasamos aquí sólo una noche. La aldea tiene poco que ver y casi nadie con quien hablar. No hay mucho que contar hasta el día siguiente, cuando zarpamos por la mañana. Ellos siguen ahí, reparando sus redes y preparando sus barcos. Sopla un ligero sur, el viento térmico dominante en el Argólico. Quizá suficiente para navegar en portantes hacia el norte.

Sargantana amarrado en Sampatiki, en el extremo del muelle, al lado de la verde 


Damos avante con suavidad mientras el molinete recupera cadena, pero el traqueteo rítmico se interrumpe de golpe. Pregunto a Lucía “¿Libre?”. Me responde desde la proa “No, enganchado”.

Ya es junio, pero hace algo de frío. O quizá me lo parece. El ancla está allí abajo, a ocho metros, en un fondo que no se alcanza a ver en el agua verdosa. Ya advertían las guías sobre tener cuidado con las cadenas viejas y bloques de hormigón en mitad de la dársena.

Voy a proa. Lucía ha conseguido subir el ancla unos metros, trabajosamente, hasta que el molinete ha dicho basta. Podemos verla, un metro bajo el agua, su uña enganchada en un cadenón ancho como un brazo.

Alivio. Lo que a ocho metros de profundidad es una movida o un imposible si no tienes un equipo de buceo, se convierte casi en rutina a un metro de profundidad. Tiramos de “gancho griego” como tantas otras veces.

Justo en ese momento uno de los pescadores pasa a nuestro lado en su barquita, camino de la bocana. Me mira y levanta las cejas. No dice nada. Le miro y levanto el pulgar. Asiente con la cabeza y saluda. Yo también.

Seguimos nuestra ruta hacia el norte, camino de las ciudades de Tyros y Astros, costeando el Argólico. Slow sailing.


martes, 30 de mayo de 2023

Ermioni. Las flotillas del Argólico

La travesía al Argólico da inicio a una nueva etapa del viaje. Es el primer salto más o menos largo de esta temporada, unas 70 millas desde Kithnos hacia el oeste, hasta la isla y el golfo de Ydra.

Dejamos el fondeo de Kithnos poco después de amanecer 


El decorado cambia casi bruscamente. La meteo mejora, la temperatura del aire (y del agua) sube cuatro o cinco grados. Casi parece verano. Nos cruzamos con muchos veleros y cargueros, estamos atravesando el paso desde el Mediterráneo hacia Atenas y el Mar Negro. Tenemos muy buen viento, incluso mejor del pronosticado, un través que nos obliga a mantener trinqueta y un rizo y a gobernar a mano, porque el piloto automático descontrola cuando navegamos a casi ocho nudos.

Llegamos a Ydra mucho antes de lo previsto. Recorremos su costa sur buscando un abrigo para pasar la noche. Queremos recalar en el puerto de Ermioni, uno de los míticos de esta zona, para repostar agua y víveres, pero es demasiado tarde para llegar hoy. Finalmente encontramos una buena cala al norte de la isla de Dokos, ya a la vista de Ermioni. 

Saliendo del fondeo en la amplia bahía de Dokos. La costa y el entorno han cambiado por completo con respecto a las islas que dejamos atrás. Grandes elevaciones, costas largas con pocos refugios, bosques. El ambiente es cálido y se respira el subyugante olor a pinos tan típico del Mediterráneo 

Ermioni es una ciudad peculiar. Edificada sobre una península muy estrecha, cubierta por un bosquecillo de pinos, tiene un puerto más o menos convencional en el norte y un gran muelle en el lado sur, al que suelen acudir los veleros. Las guías recomiendan tratar de encontrar plaza en el puerto norte, mucho más resguardado, pero en él sólo hay cuatro o cinco espacios para transeúntes no ocupados por barcas de pescadores.

Bahia norte de Ermioni


Lógicamente, vamos primero a explorar el puerto norte. Son sólo las diez de la mañana y quizá haya quedado algún hueco libre. No hay suerte, no hay donde meterse, dos catamaranes los ocupan completamente. No queda más remedio qiue ir al dique sur, un muelle larguísimo similar al de puertos como Preveza o Patmos, flanqueado por una fila casi ininterrumpida de bares y restaurantes.

No hay apenas nadie. El muelle está casi vacío excepto por un pequeño grupo de veleros, franceses e ingleses, que parecen arrejuntarse en el extremo este. Preferimos atracar junto a ellos, más que nada por tener compañía. Si los pocos barcos que vemos están en esta parte, es que ésta es la zona más tranquila. Fondeamos el ancla en 15 metros de profundidad, justo entre dos veleros franceses y otros dos ingleses. Poniendo paz. 

Foto de Ermioni en Google Maps


Zona tranquila… va a ser que no. 

Llegan a primera hora de la tarde. Son muchos, demasiados, como una plaga bíblica de langostas. Llegan y ocupan rápidamente todos los lugares libres. Ermioni parece estarles esperando o, al menos, los dueños de los bares y restaurantes, que cambian de tercio inmediatamente. Se acabaron los expresso fredos, los zumos de naranja, la música chillout que disfrutaban plácidamente en las terrazas un puñado de jubilados como nosotros. 

Es la hora del cubata de garrafón, del heavy metal revenido y con halitosis, de AC/DC. La hora de las flotillas. El muelle entra en ebullición. Suben los decibelios y los gritos. De los barcos recién llegados bajan jovenzuelos rubicundos y ojerosos con sacos de latas de cerveza, camino de los contendedores.

La noche es tormentosa. No en el cielo, no hay ni una nube. Pero se oyen rumores de gritos y cristales rotos a las cuatro de la mañana. Lucía duerme como una bendita, pero hace trampas: se ha puesto tapones. 

A las ocho de la mañana me despierta un clamor de vuvucelas y bocinas de barco. Nuestros vecinos de amarre, franceses e ingleses, han iniciado maniobras de represalia contra los flotilleros. Me piden que me una al clamor de la marinería jubileta, la que supongo que por edad nos corresponde. Me hago el loco, no por no estar de acuerdo, sino porque sé positivamente que las vuvucelas se las pasan los flotilleros por el arco del triunfo.

Entrada la mañana los flotilleros van abandonando sus amarres y se va restableciendo la paz. Poco a poco escampa, como tras una mala tormenta de primavera. Nosotros aprovechamos para pasear por la ciudad y sus alrededores. 


La península al este, cubierta de pinos, se llama Bisti y fue el enclave de los primeros asentamientos de Ermioni, que luego creció al oeste. Un cartel a la entrada de Bisti cuenta su historia


Paseando por Bisti

En el pinar de Bisti hay senderos y carteles con indicaciones para localizar los restos de la muralla y vestigios desperdigados de un par de templos


Molino en extremo este de Bisti. Se supone que es el único del mundo en el que han empleado porfirio para su construcción y por eso presenta restos de conchas de moluscos en la argamasa entre las piedras

Vista de la bahía norte de Ermioni desde el sendero de nuestro paseo. Aquí y allá se puede bajar a las minúsculas playitas para bañarse


La verdad es que Ermioni no nos causa una gran impresión. Una población sin pretensiones. No hay mucho que ver pero es un sitio práctico, con supermercados y ferretería. Poco más. Para irse mañana mismo sin mucho remordimiento.

Pero al volver al barco vemos como una nueva flotilla se acerca y toma posiciones para reemplazar a las de la noche anterior. Éstos enarbolan gallardetes azul celeste. Otro distintivo, aunque la misma borrasca en ciernes.

Ya es media tarde y tenemos pagada la noche. Nos da igual, nos vamos hacia zonas más tranquilas. Me temo que será la tónica de las recaladas en todos estos sitios famosos. Afortunadamente, seguirá habiendo calas y puertos sin bares de copas que esta gente respete.


jueves, 25 de mayo de 2023

Andros - Kea - Kithnos. Adiós al Egeo

Recorremos tres islas de una tacada, en etapas rápidas sin bajar a tierra, para terminar nuestro periplo por las Cícladas. Fondeamos en calas que ya no son tan tranquilas como hasta ahora. Está claro que a finales de mayo y tan cerca de Atenas, la temporada de verano ha llegado y las flotillas de barcos de alquiler llenas de holandeses y alemanes están aquí para quedarse.

Cuando toca fondear, nosotros solemos llegar a la cala relativamente pronto, normalmente a primera hora de la tarde. Eso facilita encontrar un buen sitio y un parche de arena donde clavar bien el ancla a una profundidad adecuada. También el poder calcular bien cuánta cadena hay que largar para no comprometer a los barcos que encontramos ya fondeados. 

Pero como es normal, siguen llegando más barcos. A veces a media tarde, otras ya al anochecer o incluso de madrugada. La regla no escrita para las calas concurridas dice que el recién llegado debe colocarse más atrás en la cala, respetando escrupulosamente el espacio de los que han llegado antes. En muchos casos, se cumple. En otros, es la guerra. Especialmente cuando llega uno de esos grupos de barcos cargados de pandillas de adolescentes etílicos y ruidosos. Las infames flotillas. La plaga de la navegación por Grecia.

Haya o no sitio, los flotilleros buscan huecos donde no los hay. A veces por pura ignorancia (los pilotos de esos veleros patera suelen ser novatos incompetentes) pero siempre por falta de la mínima cortesía marinera. 

Acabamos teniendo que pelear con más de un intruso empeñado en anclar donde es obvio que acabará por chocar contra nuestro casco. Sabemos que es inevitable, que la temporada baja no es eterna, que en verano será todavía peor. 

Quizá por eso, y porque necesitamos llegar en pocos días a Koilada, el puerto donde esperamos recibir por fin un calentador de agua de repuesto, recorremos estas islas (las más occidentales de las Cícladas) un poco a la carrera y con un cierto espíritu devoramillas, sin demasiadas expectativas de disfrutar el entorno.

A veces, demasiado. Como en la isla de Andros, al norte de Tinos, que quizá mereció una parada más larga. Recalamos junto al puerto de Batsi, un pueblo muy bonito en la parte septentrional de la isla. En teoría una bahía resguardada del norte moderado de aquel día, pero, a la postre, un lugar que se vuelve incómodo, batido sin pausa por vientos catabáticos que bajan acelerados y encajonados por las laderas de las montañas. Otro Amorgós. Decidimos zarpar sin más a la mañana siguiente. Una pena. Apuntamos ese puerto para el próximo verano, en nuestro posible camino hacia las Espóradas.

Fondeo en Batsi, en la isla de Andros



Tampoco visitamos Kea, la isla de las Cícladas más próxima a Atenas, a la que llegamos el viernes por la tarde. Una bahía cerrada, tranquila y agradable en la que dejar el barco al ancla con seguridad. Pero al  despertar nos encontramos casi encajonados entre tres nuevos vecinos que han llegado durante la noche y han anclado de cualquier manera. La cala está ya atestada de barcos, claramente atenienses de fin de semana. Obviamente, huimos despavoridos.


El curioso faro a la entrada de la bahía de Vourkari, en la isla de Kea


Fondeo en Ormos Vourkari, en la isla de Kea


Y la guinda, en la isla de Kithnos, más al sur. Llegamos el sábado por la tarde, con un viento norte racheado que nos obligó a fondear en la más resguardada bahía de Apokrisi, en lugar de la fotogénica playa de Ormos Fikadia. Allí sí nos llegamos a plantear una parada de varios días, pero tenemos que limitarla a dos tras la llegada el domingo por la tarde de nuevas flotillas.  


Volamos con viento norte por la costa oeste de Kea en dirección a Kithnos


Lo dicho, el Egeo ya no da para más. Desde Kithnos saltaremos directamente al golfo y las islas del Argólico, ya en el Peloponeso. Setenta millas hasta el continente, dejando atrás la isla de Ydra.

Al dejar Kithnos, el lunes al amanecer, pasamos frente a Ormos Fikadia que se ha llenado el día antes. Los que no han cabido aquí han colapsado nuestra cala


Decimos adiós a un Egeo al que llegamos hace casi un año. Un mar duro y áspero, de meteorología inmisericorde, tanto en verano (con el meltemi) como en primavera, con vientos duros del norte, tormentas y bastante frío. Y con el agua permanentemente a 18-19 grados... 

Un mar que asusta a muchos de los que navegan habitualmente por Grecia y que prefieren la benevolencia y el glamour turístico del Argólico o el Sarónico. Un mar que no hace prisioneros, pero que, a cambio, ofrece la belleza salvaje de unas islas de piedra desnuda que brillan contra un cielo siempre azul. Islas de gente simpática y acogedora, que vive en casas humildes, siempre encaladas, blancas y azules como la bandera griega. 

Adiós al Egeo al amanecer



lunes, 22 de mayo de 2023

Pyrgos. La ciudad de mármol

En Tinos cogemos un autobús. Elegir las rutas en el transporte público en estas islas tiene su puntito de complejidad, y no sólo por los nombres de los lugares, sino porque cuadrar horarios, con una frecuencia tan baja de autobuses, es un reto.

Decidimos coger un bus que, tras un trayecto de más de media hora, nos dejará en Pyrgos, al otro extremo de la isla, en el interior. Y desde Pyrgos bajaremos andando a la bahía de Panormos (media hora de caminata) para coger allí el bus de vuelta. 

Llegamos a Pyrgos,  un pueblito pequeño entre montañas que no revestiría mayor interés si no fuera por el mármolPyrgos tiene canteras cercanas y un oficio de cientos de años del que se siente orgulloso.

Calle de Pyrgos


¿De qué material ha construido el hombre desde siempre sus viviendas, sino del más cercano, del más barato, del que más a mano ha tenido? Por eso Pyrgos es de mármol. Desde los pavimentos de las calles hasta las fuentes, desde la parada del autobús hasta las jambas de las puertas, desde las balaustradas hasta las lucernas que casi todas las casas tienen encima de la puerta de entrada, a modo de frontispicio tallado en mármol. Incluso las viviendas de nueva construcción en las afueras incluyen elementos en mármol. 

Paseando por Pyrgos



Iglesia de Saint Dimitrios

Callejón de Pyrgos


Detalle de lucernas de mármol en una de las casas


Balaustradas y lucernas de mármol 


Pero donde la exhibición llega a su clímax es en el cementerio, en el que son de mármol desde las sencillas lápidas hasta los mausoleos familiares esculpidos hasta el mínimo detalle.

Cementerio de Pyrgos


Cementerio de Pyrgos


Si Nikia tiene un museo de volcanes y Sitia un museo del arte minoico, Pyrgos no podía sino tener un museo del mármol. Las herramientas, los procedimientos de extracción, los relatos sobre la explotación de las antiguas canteras y las técnicas de esculpido nos tienen más de media hora entretenidos. La compañía que explotaba las canteras dejó de ser rentable hace años. Pero Pyrgos se enorgullece de su pasado y de haber encontrado fondos y benefactores para recuperar las grandes grúas de carga y las ingeniosas máquinas de corte de losas que habían sido abandonadas en las antiguas explotaciones. Y exhibe el uno y las otras en su pequeño museo, como reclamando su lugar en el mundo. 

Interior del museo del mármol de Pyrgos


La gran grúa restaurada, exhibida en el exterior del museo


La caminata cuesta abajo hasta la bahía de Panormos es agradable. Encontramos algunos de los famosos palomares de Tinos, pero estos son pobres y ramplones. Nada que ver con los del valle de Tarabados, que hemos visto antes desde el autobús, llamativos por lo profusamente decorados. La cría de palomas, de las que comercializaban su carne y sus excrementos, llegó a ser un negocio floreciente en la isla en tiempos de los venecianos, entre el s.XIII y el x.XVIII. Poseer un palomar era signo de nobleza y de poder económico. Las familias competían en tener los palomares más ricos, más adornados, con más estucos y filigranas. Hoy quedan en la isla unos 600 de los más de 1.200 que llegó a haber.


Un palomar en las afueras de Pyrgos


El camino nos permite contemplar de cerca los curiosos bancales de los que está plagada la isla y que ya nos habían llamado la atención desde el autobús. En el museo aprendemos que estas lajas de piedra amontonadas, que forman muros y vallas por toda la isla, no son sino escoria de la extracción del mármol en la cantera.


Bancales en el camino de Pyrgos a la bahía de Panormos


Marmolista en el camino de Pyrgos a la bahía de Panormos


La bahía de Panormos alberga una playa y un pueblito de pescadores más que diminuto, con habitaciones y apartamentos de alquiler algo tristes. Unas pocas tabernas frente al muelle y algunos turistas mezclados con parroquianos que contemplan la vida pasar, delante de una copa de vino.


Lanchas de pesca en el puerto de Panormos









viernes, 19 de mayo de 2023

Tinos. De lo eterno y lo prosaico

Como diría nuestra vicepresidenta, les voy a dar un dato. Hay una isla en el Egeo, con 1200 iglesias y capillas, en la que viven sólo unas 9000 personas. Hagan las cuentas: tocan a una para cada siete feligreses.

Para hacernos una idea de lo que significa eso, comparemos con España. La ciudad con más iglesias es Sevilla, con 125. Madrid se queda en 84. Hasta Roma palidece, no llegan ni a las 900 iglesias. Conclusión: los ortodoxos griegos ganan por goleada en el reino de los cielos. Y los goles los meten los de Tinos.

Porque la isla se llama como su capital, Tinos, y uno no puede sino santiguarse cuando entra por la bocana del puerto. Pero es que, además, Tinos tiene una de las basílicas ortodoxas más importantes, el impresionante Santuario de Panagia Evangelistria, una especie de Lourdes ortodoxo donde se expone un icono milagroso de la virgen, descubierto hace exactamente 200 años por una monja llamada Agia Pelagia. Y una calle (Megalochari) ancha y recta, con suelo de mármol, que sube desde el puerto a la basílica, flanqueada por dos hileras ininterrumpidas de tiendas de iconos, estampitas, botellitas para el agua bendita y grandes cirios de todo a un euro, en las que los peregrinos se pertrechan antes de subir las alfombras rojas de las escaleras del templo, muchos de ellos de rodillas, en una estampa que llega a impresionar hasta al más descreído.

Fachada principal de la basílica

En una de las entradas interiores cuelga la pancarta que ya viéramos en Ermoupoli, conmemorativa de los 200 años del descubrimientog del icono milagroso. Ahora entendemos lo que anticipaba Ermoupoli


Llegamos a Tinos pasado el mediodía, después de una travesía rápida y relajada de tres horitas, en rumbo directo desde Siros. Milagrosamente conseguimos amarrar sin daños, a pesar de una maniobra de atraque con ancla bastante penosa. Ya nos vale para llevar (como llevamos) unas cuantas de éstas en los últimos tres años en Grecia. Sólo decir que arramblamos con el fondeo del único barco del puerto, un alemán al que Lucía decidió regalarle una botella de vino en desagravio, aunque el hombre estuvo de lo más paciente y educado, dadas las circunstancias.

Amarrados en Tinos. Cuando llegamos, sólo somos dos barcos

 
Pasamos cinco días en Tinos. Un puerto cómodo y muy barato, abrigado del eterno viento norte y de las continuas idas y venidas de los ferries. Un muelle pequeñito, para unos diez barcos, metido en el centro de la ciudad. Con cierto tráfico de coches y turistas durante el día, pero nada agobiante. De gente muy simpática, como casi todos en Grecia, pero, en este Shangri-La, más si cabe. Desde la chica que pasa diariamente a cobrar la estancia con una sonrisa, los dependientes de la ferretería donde casi soy nombrado cliente del mes, hasta el camarero de la cafetería junto al barco, que celebra alborozado mis amores por el Atlético. Su segundo equipo, dice, rojiblanco como su Atlético Panatinaikós

Dedicamos una buena parte de esos cinco días a intentar solucionar el problema del calentador de agua, con las juntas estancas de repuesto que compramos en Siros. Ni me acuerdo de las veces que lo montamos y lo desmontamos, que lo llenamos y vaciamos de agua. Tras cambiar las juntas pudimos comprobar que el calentador sigue perdiendo agua, seguramente por alguna fisura en las soldaduras del depósito, bajo la cubierta de plástico. Muchas horas de trabajo para nada, porque no queda más remedio que comprar uno nuevo, lo que no es fácil en un lugar remoto de Grecia y estando (como estamos) en plena travesía. Mientras tanto, tocará vaciar la sentina a menudo.
Desmontando el termo del agua


Desmontando conexiones



Pero tenemos suficiente tiempo para visitar la isla. Obviamente la basílica, a la que subimos  por Megalochari y en la que podemos ver en vivo y en directo un bautizo ortodoxo, una misa cantada con parafernalia de cascabeles y sahumerios y la cola interminable de devotos que se acercan, de pie o de rodillas, vela encendida en ristre, a besar el icono de Agia Pelagia. Muchos, con papelitos de peticiones. El que diga que la escena no le encoge un poco el alma, miente.

Tienda de artículos religiosos en la calle Megalochari que sube hasta la basílica



Entrada interior de la basílica


Uno de los curas sale a hablar por teléfono y luego se incorpora a la misa cantada


Cogemos el autobús para visitar Pyrgos, la ciudad de los marmolistas, con un museo muy interesante dedicado íntegramente a la industria y el arte de la escultura. Otra de esas ciudades de las Cícladas que parecen suspendidas en el tiempo y en el espacio, de callejones estrechos y blancos en los que se pueden ver muchos más gatos que personas. 

Vista de Pyrgos desde el museo


La calle trasera de la fuente de mármol, en la plaza del pueblo


Visita al cementerio


Y sobre todo dejamos pasar el tiempo. Miramos cómo pasa la vida a unos metros de nuestra popa, los paseos de familias locales a la salida de misa, las carreras aceleradas de los turistas que arrastran sus trolleys camino del ferry. Somos testigos de primera línea de cómo los locales celebran con cánticos, claxons y bengalas la victoria (1-2) del PAS Tinos en el derby de rivalidad cíclica frente al AE Mykonos. Y observamos cómo los veleros y catamaranes, la mayoría de alquiler, llegan y se van.

Disfrutamos de Tinos (o Tenos), la isla donde vive Eolo, y que siempre, siempre, tiene viento. La de las serpientes (que los fenicios llamaban tannoh), la isla de los milagros de Agia Pelagia, de lo eterno y lo prosaico.

El muelle se va llenando de barcos cada día





jueves, 18 de mayo de 2023

Ermoupoli. Un trocito de Italia en el Egeo

En Ermoupoli caminamos. Caminamos mucho. Nuestro amarre está a las afueras de la ciudad, en su zona sur, y, aunque hay un autobús gratuito que lleva al puerto principal, preferimos caminar.

Caminamos para llevar la ropa a la lavandería y hacer la colada acumulada de 15 días. Por cierto, en la mejor lavandería de autoservicio que he visto nunca, limpia hasta la exageración

Caminamos para hacer compra en los hasta tres supermercados cercanos, incluido un Lidl en un centro comercial de una sola planta. Las grandes superficies suelen estar a las afueras de las poblaciones y Ermoupoli no es una excepción. Alguna ventaja había de tener haber amarrado en la zona más triste y lamentable de la ciudad.

Caminamos para ir a comprar repuestos a la tienda náutica, un local encantador en el que te pasarías media vida curioseando entre los mil artilugios, algunos de los cuales no has visto jamás.

Y caminamos para ir a visitar la ciudad y el puerto. 

La arquitectura de Ermoupoli es absolutamente diferente a la del Egeo, de casitas blancas y azules. Ermoupoli tiene color. Recuerda a una de esas ciudades italianas que hemos conocido en la costa sur y en Sicilia, con sus edificios neoclásicos y sus calles comerciales, su zona industrial y su bullicio portuario. 


El ayuntamiento en la plaza Miaouli


Ermoupoli tuvo su esplendor en el siglo XIX, cuando llegó a ser el puerto más importante de Grecia y a tener más habitantes que la propia Atenas. Su prosperidad, basada en el comercio, fue decayendo y desde hace unos años la economía se apoya en el turismo. Pero Ermoupoli no es una ciudad turística. Las tabernas y los locales de souvenirs se concentran en la avenida del puerto. Detrás, las calles, las tiendas y los bares son los que podrías encontrar en cualquier ciudad europea al uso. 

Salvo por las iglesias, claro. Es inconcebible el número de iglesias, iglesitas, capillas y capillitas que te vas encontrando en tu callejear. En una de estas iglesias, la de La Dormición de la Virgen, conservan como un tesoro la que hoy por hoy se considera la pintura más antigua de El Greco, un cuadrito bizantino que pintó con 19 o 20 años.

Hornacina de mármol con la pintura de El Greco "La Dormición de la Virgen", en la iglesia del mismo nombre


La pintura de El Greco, de su época de estudiante en Creta

Interior barroco de la iglesia neoclásica de La Dormición


Nos animamos a subir a lo alto de una de las dos colinas por cuyas laderas se desparrama la población. Más que caminar es subir una escalera interminable, con cientos de peldaños que me hacen llegar arriba sudorosa y extenuada. A medida que ascendemos desaparecen los coches y se va haciendo el silencio. Las calles cambian por completo su fisonomía y los grandes edificios van dando paso a casitas bajas, de una o dos plantas, colgadas en las cuestas inverosímiles, con escaleras y balcones que desafían la ley de la gravedad. Arriba, la iglesia ortodoxa de La Resurrección está cerrada, pero las vistas sobre el puerto y el Egeo azul cobalto justifican el ascenso. 


La colina Vrodados y, en su cima, la iglesia neoclásica de La Resurrección que conmemora el levantamiento de Grecia contra los turcos en 1821


Una de las calles de subida a Vrodados


Vista desde la iglesia de La Resurrección, en la colina de Vrodados,


Colina de Ano Syros vista desde la colina de Vrodados. A Vrodados le llaman "el barrio ortodoxo" y a Ano Syros "el barrio católico". En su cima, la iglesia católica de Agios Giorgios y el monasterio jesuita de Agios Ioannis

De bajada recorremos el barrio de Vaporia, que es como un inmenso decorado de palacetes, hoteles de lujo y mansiones asomándose al mar. Reina un silencio como de reverencia en las calles, solo ocupadas por media docena de turistas despistados como nosotros. En la parte más alta, como ya es habitual, la iglesia. Es Agios Nicolaos, el patrón de la ciudad. Con su gran pancarta en la fachada nos recuerda que en este 2023 se cumplen 200 años del hallazgo del icono. ¿Qué icono?, nos preguntamos. Tendremos que llegar a Tinos para descubrirlo... 

Iglesia de Agios Nikolaos, en el barrio de Vaporia, con sus torres de mármol


Propileo de la iglesia de Agios Nikolaos


Vaporia asomándose al mar


Plaza en el barrio de Vaporia


Nos quedamos varios días en Ermoupoli. Me gusta esta ciudad de contrastes. Incluso el puerto abandonado, desvencijado y destartalado donde hemos amarrado tiene su encanto, con los vestigios de un esplendor pasado que probablemente no volverá. 




Ruinas de fábricas en la zona sur de la ciudad