A veces parecería que el Egeo es una gran pista de baile, como aquellas salas vienesas de valses solemnes, de Sissi y su emperador girando y girando en el centro de una multitud de parejas en blanco y negro, con esmóquines y frufrúes de seda.
En el Egeo las parejas se mueven en veleros y son menos glamourosas. Casi todas peinan canas y la mayoría tienen nietos. Y sobrepeso. Y agilidad, la justa, para qué nos vamos a engañar. Ellas emulan (a su pesar) a Kate Winslet en Titanic, mascarones de proa en las maniobras de fondeo. Sin frufrú. Ellos se parapetan detrás de la rueda del timón y ponen la misma cara de susto que Eduard González conduciendo su autobús 47 por las pendientes empinadas y polvorientas de Torrebaró. Sudorosos y panzudos. Sin esmoquin.
Pero si lo miras con suficiente perspectiva y con un poco de imaginación (y sin ponerte las gafas bifocales), Viena y el Egeo vienen a ser lo mismo. Parejas que dan (damos) vueltas y vueltas, y nos entrecruzamos en un frenesí caótico, sobre todo en los días previos a una arremetida del meltemi. Como es el caso en esta semana.
Jueves, viernes y sábado el viento vendrá bravo, cual miura en Estafeta. Rápido, más de 40 nudos. Peligroso. Con ganas de voltear y cornear a la flota internacional de abueletes que baila valses en estas aguas. Entre ellos a nosotros, claro.
Llevamos ya varios días mirando el parte con cara de espanto, buscando sitio en puertos que deniegan sin contemplaciones todas las peticiones de reserva. O, alternativamente, alguna de las boyas que montan los restaurantes para captar clientes. O, a malas, una buena playa resguardada en la que tirar el hierro y encomendarse a Eolo y Poseidón.
De momento estamos en una boya en la bahía de Archangelos, al norte de la isla de Leros, a la que hemos llegado en compañía de nuestros amigos alemanes del Ofelia, reencontrados después del verano. Cuatro días tranquilos en un agua transparente que invita al baño y con una taverna agradable que invita a comer un asado de cabra al estilo griego. Sucumbimos ampliamente a ambas invitaciones, por supuesto
En el interim seguimos buscando refugio para este fin de semana de vértigo. Hablo por teléfono con nuestro amigo Javier, del Enjoy, que tiene tripulantes noveles con billetes de avión que le obligan a cruzar hasta Paros casi a contrarreloj. Está fondeado en Lakki, pocas millas al sur. Me dice que nunca ha visto tanto barco acochinado en tablas como en estos días.
Lakki no parece una buena opción. Rainer, nuestro compañero de baile del Ofelia, ha trazado un plan muy alemán para buscar acomodo, con alternativas A, B, C y D. Nos lo muestra orgulloso en su tablet, en la taverna, antes de atacar el cordero, y es aprobado por aclamación popular.
Nos levantamos al alba y a las pocas millas encontramos dos huecos libres en el pantalán exterior de un puerto deportivo en construcción en Alinda. Es un lugar muy expuesto al sur y al este, con cierto riesgo si el viento y la ola cambian de dirección. Pero es lo mejor que tenemos para enfrentar el vendaval, con supermercados a mano, agua y además gratis. Aplicamos el dicho de “más vale pájaro en mano”.
En el pantalán encontramos a Jean-Yvon, un señor francés, mayor, en un bonito ketch azul, antiguo, que acaba de comprar. Lleva aquí un par de semanas. Tiene el motor estropeado y está esperando que los mecánicos den con el problema.
Jean-Yvon es un viejo lobo de mar que navega solo desde que perdió a su mujer hace varios años. Un bretón fascinante que conoció a Leonard Cohen en Hydra en los años setenta y que fue cantante y skipper profesional de yates de lujo en las islas griegas cuando la ola de turismo masiva estaba por llegar. Cuando los barcos no tenían GPS ni estaban atestados de instrumentos electrónicos. Cuando no se patroneaba con un joystick y las cartas eran de papel.
Una época de hippies y millonarios en la que el mar sólo pertenecía a pescadores y cargueros. Una época de historias de pioneros que Jean-Yvon nos recuerda, con ojos brillantes, mientras nos muestra fotos antiguas de su mujer y él, sonrientes y jóvenes, muy jóvenes, felices, en la juppette de un pequeño Arpege.
Jean-Yvon es la excepción en el Egeo, esta pista de baile para parejas de jubilados como los Ofelia y los Sargantana. Uno de los no tan numerosos navegantes que bailan en solitario en este mar, en un viejo barco que quiere llevar desde aquí hasta Bretaña, un viaje que se me antoja imposible en esta época del año y en soledad. Una travesía que no es un viaje, sino una epopeya sólo al alcance de marinos veteranos y sus más veteranos barcos, la cabalgada de un héroe crepuscular.
Su historia me evoca muchas historias, como El viejo y el mar. Y muchas canciones, como aquella de Sting que, por alguna razón, resuena en mi cabeza delante de una moussaka excelente, en una taverna quizá demasiado turística, pero en la que alguien sabe cocinar como antes.
No recuerdo la letra, pero sí algunos versos sueltos.
They're dancing with the missing
They're dancing with the dead
They dance with the invisible ones
Their anguish is unsaid
They dance alone, they dance alone











Sábado, 20 de septiembre de 2025
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