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miércoles, 7 de mayo de 2025

Capítulo 7. Samotracia (Σαμοθράκη)

Dice nuestro amigo Pepe que en los bosques de Samotracia los árboles caminan por la noche. La verdad es que no hemos llegado a comprobarlo, pero no lo descarto, porque el meltemi es muy poderoso en Samotracia y quizá sí conozca la magia para mover sus raices.

Samotracia es salvaje y violenta, una isla furibunda que gusta de provocar sensaciones fuertes. A la que no parecen gustarle mucho los barcos, porque es redonda, sin calas, abrigos o fondeaderos. Los antiguos la llamaban la isla de Eolo, casi una perogrullada teniendo en cuenta que el viento aquí sopla casi huracanado, normalmente del nordeste, precipitándose por las laderas del monte Saos, la montaña más alta de las islas del Egeo, donde Poseidón se sentó tranquilamente a observar la guerra de Troya. Una montaña abrupta y granítica, llena de bosques, de torrentes y cascadas, sin caminos visibles o carreteras que la crucen.

Samotracia nos da la bienvenida, cómo no, con un inesperado chubasco de viento que nos complica la aproximación y el atraque en el puerto de Kamariotissa. Navegamos tranquilamente a la francesa, en popa cerrada, con todo el génova abierto, y los repentinos veinticinco nudos de viento nos obligan a enrollarlo a las bravas, de mala manera (perdemos uno de sus sables) y a entrar a puerto sin resuello, maldiciendo.

Pero nos reconciliamos con la isla a pesar de su recepción poco hospitalaria, porque Samotracia es magnífica. La recorremos despacio por carretera, durante dos días. Es posible que, en plena temporada, cuando los ferries desembarquen a cientos de turistas, la isla pierda algo de su encanto, pero lo dudo, porque todo en ella es grandioso, misterioso, mágico.

Aquí levantaron los tracios el Santuario de los Grandes Dioses, donde se celebraban los ritos iniciáticos de reyes como el gran Alejandro Magno y su padre Filipo. Uno se pregunta si los locales son conscientes de que viven en un sitio que no parece terrenal.

A Samotracia no se viene a navegar, sino a disfrutar de un entorno único. Su puerto es pequeño, no demasiado cómodo y no demasiado limpio. Nos quedamos tres días, obligados por un temporal del nordeste, junto con otros barcos que, como nosotros, disfrutan de su magia. Nos encontramos aquí con Pepe, Juan y Julio, la tripulación del Duhbe, asiduos de esta isla, que nos ayudan a descubrir sus secretos. Como ese restaurante maravilloso que pocos conocen. O Panagliotis, su amigo local, que produce un vino blanco y un aceite de oliva exquisitos.

Samotracia está en la esquina norte del Egeo. Un lugar remoto, lejos de todo, todavía libre del turismo de masas. Afortunadamente. Ojalá siga así muchos años. Nosotros volveremos siempre que podamos. Aunque sólo sea por el vino de Panagliotis. O para encontrarnos de nuevo con el Duhbe. O, simplemente, para comprobar si es verdad que los árboles de Samotracia cambian de sitio por las noches.


Samotracia es Saos, una montaña perfecta emergiendo del mar. Por su flanco sureste se desploma al agua en barrancos y canchales, creando playas a las que sólo se puede llegar por mar. En el oeste y el norte aterriza en una llanura verde y fértil que forma playas de colores. Innumerables cursos de agua bajan entre bosques de plátanos, robles y castaños, dejando a su paso decenas de cascadas y pozas, en lugares ocultos e inaccesibles, montaña arriba. Abajo, el desasosiego y la violencia de las torrenteras y los cauces secos, por los que la montaña arroja a los olivares y a las playas las rocas que le sobran.
Y es precisamente uno de esos lugares escondidos entre bosques y regatos, oculto a la vista, el que los antiguos griegos eligieron para erigir el Santuario de los Grandes Dioses.
A diferencia de otros sitios de culto que hemos conocido en Grecia, no está dedicado a los dioses del Olimpo, sino a divinidades del inframundo llamadas cabiros (kabeiroi).
Su culto se inició en Samotracia hacia el siglo V a.C. y de ahí se extendió a toda Grecia y posteriormente al imperio romano.
Era un culto mistérico, con rituales iniciáticos secretos a los que podía acceder cualquier persona libre, sin importar su origen, sexo, raza o religión, con el único objeto de progresar moralmente. Se creía que participar en ellos ofrecía protección divina y esperanzas de una vida mejor tras la muerte.
Ubicado en las márgenes de dos arroyos que se salvaban mediante construcciones, el lugar se puede visitar siguiendo los senderos marcados.
Con los bloques de piedra esparcidos aquí y allá, hace falta mucha imaginación para ubicar los edificios. O para entender el antiguo curso del río, desviado y canalizado bajo el propileo de Ptolomeo II hasta que un terremoto se lo llevó por delante y devolvio el río a su cauce original. La naturaleza se ha abierto paso y el santuario está devorado por la vegetación.
Por eso sorprende tanto el hallazgo aquí de la famosísima estatua de la Victoria alada, la Nike de Samotracia. Una inmensa escultura en mármol de más de dos metros, encontrada en el siglo XIX por un cónsul francés, arqueólogo aficionado, que se la llevó al Louvre. En el museo arqueológico exponen audiovisuales del proceso de transporte, limpieza y restauración de la escultura. Se sienten muy orgullosos de que una de las estatuas más famosas del mundo haya salido de su isla, pero a mí me da lástima ver esa copia en la puerta, igual que me encogió el corazón en Milos la réplica de esa otra estatua famosa, la Venus Afrodita.

Pachia Ammos, donde muere la carretera en el sur, entre ramblas y canchales, es grandiosa, blanca y salvaje, con la montaña de fondo. Tenemos la suerte de verla vacía en esta época del año, pues aún no han montado las decenas de sombrillas y pasarelas de madera, ni han abierto las dos tabernas de los hermanos rivales. A la playa del extremo oeste, Kipos, no llegamos, porque la carretera está cortada, se la han comido los inviernos y el mar.
De la principal salen carreteritas secundarias para acceder a los pueblos del interior. O pistas, como la que sube a la Panagía Krimniotissa (la Virgen del Risco), una iglesia ortodoxa bizantina construida a 300 metros de altura, sobre un antepico de la montaña. No nos atrevemos a conducir por la pista de tierra en el coche de alquiler. Lo dejamos orillado y hacemos caminando los casi dos kilómetros de subida serpenteante.
Hay un recodo en el camino en que la vista de la iglesia arriba y la playa abajo es de un contraste bellísimo.
Cuando se acaba la pista, el remate son 40 escalones para acceder a la iglesia

La llave nos la da la dueña de la taberna, que está pintando para abrir el día uno de junio. Una taberna andrajosa, que afea un paisaje que debería ser de contemplación y recogimiento, con una vista soberbia de la montaña y sobre la playa de Pachia Ammos y el mar Egeo, hacia la puesta de sol.
La historia de esta iglesia es bien curiosa. Cuenta la tradición que en el siglo XV, durante la dominación otomana, un pastor encontró entre las piedras un icono de la virgen. Se lo llevó, pero el icono reapareció en el acantilado. Y así en varias ocasiones. Cada vez que lo trasladaban volvía a aparecer milagrosamente en el risco. No pudieron sino interpretarlo como una señal de que la virgen les estaba pidiendo una ermita allí. Y la construyeron. Y el sitio se hizo famoso. Y los locales empezaron a hacer peregrinaciones, que culminaban con banquetes de celebración al terminar los oficios. El icono se custodia dentro de la iglesia. Nunca se ha movido de allí y sólo sale en procesión el 18 de agosto.
A diferencia de muchas otras islas, en Samothraki la "Chora”, como llaman familiarmente a la capital, no está en la costa sino en el interior. De casas blancas y tejados rojos, en forma de anfiteatro, lo más llamativo de la Chora es su castillo, aupado a lo alto de un risco.
La Chora está medio desierta en este mes de mayo. Solo encontramos un bar abierto donde sentarnos a contemplar un ratito la vida pasar. Nos cuenta Pepe que las casas originales han ido siendo compradas por locales y extranjeros que las ocupan solo en verano.
El movimiento de la población hacia el puerto de Kamariotissa ha sido constante los últimos años. No es de extrañar, pues no tienen sólo la pesca sino todo el negocio que mueve el puerto, al que llega un ferry rojo cada día. Supermercados, restaurantes, alojamientos, excursiones en barco y, sobre todo, alquileres de coches y motos. Bien saben que el encanto de esta isla sólo se descubre adentrándose en ella, que las playas que más gustan son las accesibles sólo por mar, y que, más que las playas, atraen los ríos con sus cascadas y sus pozas de agua helada, que ellos llaman vathres.

De excursión para conocer las vathres, subimos andando riachuelo arriba en Fonias. El curso del río es amplio y el camino está bien marcado con pintura roja. Nos cruzamos con la familia francesa que conociéramos en Livaditis, con la que coincidiéramos en Limni y a la que nos hemos encontrado también en el santuario.
Llegamos a la primera cascada, vadeamos el río para tener mejor vista y no intentamos la segunda porque nuestra guía dice que es complicada. Según sabremos después, no sólo era fácil, sino que estaba cerca y era más espectacular…
Otra tarde exploramos uno de los dos ríachuelos de Therma, el que pasa al lado del centro de retiro de yoga y que los turistas llaman "río Paraíso", incapaces de pronunciar su nombre auténtico.
Los yoguis en chanclas y descalzos entre las piedras me llaman a engaño: este riachuelo es más empinado, tiene un curso más estrecho y los pasos y vados no son evidentes.
Los yoguis parecen felices contorsionándose desnudos en sus charcas. Yo con mis botas sudo y maldigo a ratos. Pero el paisaje de helechos y plátanos es extraordinario y las pozas y cascadas compensan.

Etapa de Limnos a Samotracia, 7 de mayo


Sábado, 10 de mayo de 2025


Nuestro recorrido de esta temporada hasta hoy


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