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viernes, 20 de agosto de 2021

Etapa 17: Preveza. Groundghog's day (1993)


De nuevo en Preveza, por tercera vez en este viaje. Como en “El día de la marmota” ( o “Atrapado en el tiempo”, según la bautizaron en España), amanecemos una y otra vez en esta ciudad, casi como una maldición bíblica...

Llegamos el viernes poco después de amanecer. La travesía nocturna sin novedad. Todo lo que pudimos a vela y, cuando cayó el viento, a motor, pero mimándolo al máximo. Dedicamos la mañana a pedir presupuesto y disponibilidad a las tres marinas de la zona. Finalmente cuadramos agendas: el martes nos esperan a mediodía en Marina Ionion y un mecánico que nos han recomendado, un tal Dimitri, estará allí para revisar el saildrive.

Dicen que la vida no es más que una secuencia de sensaciones y de estados de ánimo, y, en este caso, aplica más que nunca. Nos sentimos casi a salvo, en un muelle conocido, relativamente cómodo y barato. Con la perspectiva de volver a tener el Sargantana totalmente operativo en unos días. Qué poco hace falta para cambiarlo todo.

Y así, cada día en Preveza, a partir del viernes, será como un día de Bill Murray en "Atrapado en el tiempo". Días muy parecidos, de sol y de calor. Días de pereza, de libros y de cervezas tumbados en cubierta a la sombra de los toldos. Días de paseo y de compra en el supermercado. Pero también días de olor a sardinas a la plancha en los restaurantes del paseo y días sin hielo, porque parece que la fabrica que abastece a la ciudad ha roto stocks. 

Pero, sobre todo, días de alivio. De dejar de pensar por fin en el barco y sus problemas. Y cada día disfrutamos de la monotonía espesa de las primeras horas de la tarde, en las que nadie se aventura a caminar por el muelle y sólo unos pocos turistas se apiñan junto a los grandes ventiladores de la terraza del Metrópolis.

Y socializamos con nuestros vecinos. Amarrado a nuestro babor, el Tanga, un bonito velero de nuestro amigo Dean. Dean es consultor de startups, australiano, muy simpático y trabaja en remoto desde el barco. El solo, porque su gobierno sigue sin dejar volar a su familia, por el COVID. Quiere montar una empresa de “charter aventurero” para ejecutivos. 

Y, más allá, otro tipo simpático: Gianni, un ingeniero de Catania que pudo por fin volverse a su Sicilia natal desde Milano y que regresa con su barco Mathilde, cargado de bambini y de botellas de vino siciliano. Nos regala un tinto por haberle ayudado con la conexión eléctrica. No hacia falta, Gianni, pero se agradece. 

Y, al final del muelle, Katy y Ángel, dos exiliados del Silicon Valley que cambiaron su vida para navegar por Grecia e Italia en su Gradisca, y relatan su aventura en un blog luminoso y lleno de gracia.

Finalmente, el martes atracamos el Sargantana en Marina Ionion, con la excitación y los nervios de los padres novatos que llevan a su hijo por primera vez a un hospital. No llega ni a una milla de distancia, pero agradecemos el desperece, volver a movernos después de tantos días parados.

La marina nos causa una impresión excelente. Extraordinariamente cordiales, amables y muy profesionales. Perfecta la operación de izar el barco, colocarlo en un remolque que arrastra un tractor y montar la “cuna” o andamio en el que el Sargantana queda colocado para su reparación.


Eso sí, nos dicen que es imposible completar todas las operaciones y la reparación en un solo día, y eso nos obligará a pasar la noche en el Sargantana varado en su andamio. Toda una experiencia. 


Y Dimitri por fin llega, revisa la hélice y el saildrive, y diagnostica: hemos perdido el ánodo de sacrificio, una pieza de zinc que se coloca en la cola de la hélice para evitar la corrosión galvánica. Es extraño, porque se colocó nuevo hace unos pocos meses, en Cartagena. Pero el hecho es que en la hélice queda un hueco muy llamativo en el que se ha adherido mucho caracolillo. Según Dimitri, el caracolillo ha podido dañar los retenes.


No acaba de ser una explicación convincente, pero es lo que hay. Dimitri hace un buen trabajo y, a primera hora de la mañana, tenemos la hélice otra vez montada, con ánodo y retenes nuevos. Esperemos que eso solucione el problema definitivamente.


Decidimos iniciar nuestra primera travesía hacia el oeste. Vamos camino de Sicilia. Tenemos por delante un salto de casi 300 millas y una meteo favorable. Volvemos a navegar.

Y esto hace una semana más en Preveza. Como en la película, Grecia nos enseña que intentar anticipar, diseñar, planificar y controlar hasta el último detalle no siempre da el resultado esperado. Grecia nos enseña a dejarte llevar. La marina te hace sitio el martes, y no el lunes, como tú querías, porque no puede. Y por la tarde no trabaja porque es martes. Y el mecánico te dice que está allí a las doce y se retrasa una hora porque es el mecánico.Y se lleva tus piezas y te dice que ya volverá con ellas al día siguiente porque va a volver, y va a acabar la reparación, y lo hará muy bien. Y los operarios no te echarán el barco al agua hasta después de unas horas porque, antes, se irán a comer. Y lo van a echar, y será un trabajo de primera. Porque sí, porque esto es Grecia, y tiene su ritmo propio. Y porque para estar en armonía tienes que aceptarlo y tienes que fluir con él.

En Preveza toca “slow living”. Nos hacemos amigos de Dean por las circunstancias. Navega solo y cualquier invitación a una cerveza es para él una oportunidad de hacer amigos. Pero, y sobre todo, porque nos han unido las carcajadas a costa de la maniobra de atraque más chusca que he visto en toda mi vida náutica. Un grupo de tíos españoles, maduritos, primera vez en Grecia, primer amarre al ancla, con solo 35 metros de cadena, una sola estacha, muchos nervios y muy poca destreza. La combinación no es buena. Son tres intentos en los que acaban por dos veces abarloados violentamente a nuestro estribor, golpeando nuestra amura, enredados en la cadena del australiano y barriendo las proas de media docena de barcos amarrados en el muelle de la ciudad; con derrota y huida posterior a la marina, donde marineros profesiones les cobrarán por la ayuda y los consejos que nosotros les prestamos gratis, aunque hayan servido de tan poco. El mundo náutico es un mundo unido, en el que empatizamos y nos ayudamos los unos a los otros como si nos fuera la vida en ello. Pero tiene un límite. Y estos españolitos de barco dominguero alicantino supieron bien cómo cruzarlo. 

La preocupación por la integridad de nuestros respectivos barcos y las apuestas sobre cuál iba a ser el siguiente episodio de los Benny Hill del día nos acercaron al Tanga y a su armador. Pasamos una agradable velada compartiendo, delante de una botella de "metaxa", historias náuticas y de vida. Todo en Grecia es una oportunidad para disfrutar de nuevas compañías. Solo hay que saber atraparla.


Aprovecho estos días para empezar a estudiar griego. De entrada, me conformo con aprender el alfabeto y familiarizarme con diptongos y letras compuestas. Practico caligrafía. Vuelve a mi memoria el recuerdo vibrante de mi madre enseñándome a leer siendo yo pequeña, en casa, por las tardes, después de comer. Siento la misma excitación de entonces cuando por la calle me paro delante de todos los carteles y voy pronunciando despacio: la χ con la ε, “che”; la λ con la ώ, “lo”; la ν con la α,”na” .

- ¡Chelona! ¡Ahí dice chelona! ¡Tortuga se dice chelona!


En nuestro deambular por la ciudad, nos acercamos al castillo de San Jorge y constatamos que Preveza es algo más que el paseo del muelle y las bonitas y cuidadas calles peatonales del centro. Como ya descubriéramos en nuestra primera estancia, las aceras se acaban de repente, dando paso a una sucesión sin orden de casas a orillas de calzadas, caminos y carreteritas, más rurales en la zona norte, más residenciales en la parte sur. Es en esta zona sur donde se encuentra el castillo de San Jorge, cerrado y semiabandonado, frente a una sucesión de playitas urbanas entre arboledas que hacen las veces de merenderos. 




Toca ir al varadero. Ionion es la más chiquita de las tres marinas que se alinean en la costa de enfrente de la ciudad y tiene el travelift más ligero, pero es suficiente para nuestro pequeño velero. En la recepción, Matina, con quien hemos intercambiado tantos correos y llamadas telefónicas, me emociona con su español perfecto, el español cantarín y un poco rasposo de los griegos que lo aprenden en el colegio. 

Es la primera vez que dormimos en el barco en tierra. El vértigo de subir por la escalera de mano, apoyada precariamente en el espejo de popa, y la sensación de que cualquier movimiento un poco brusco va a desestabiliza el barco en su cuna los tengo grabados a fuego. El edificio de los baños, limpísimo y apenas transitado, está cerca, aunque hay que bajar y subir la escalera cada vez. Los inodoros del barco tienen un depósito de aguas negras, pero la bomba funciona con agua de mar, así que no se pueden usar. Tengo que poner cosas bloqueando el paso a los baños, para acordarme, por si me levanto de noche, medio dormida.




Tras la reparación, volvemos del varadero al muelle de la ciudad. Volvemos a amarrar al lado del Tanga. Volvemos a la compra en los pequeños supermercados locales, en los que no saben lo que es el gluten. Volvemos al olor de las sardinas, que no nos resucitan como al gato de la canción, sino que nos retrotraen al día de la marmota en que se ha convertido este sitio. A la mañana siguiente, 20 de agosto, ya no suena “I got you babe” en la radio y zarpamos con buen ánimo, aunque esta sea nuestra despedida de Grecia. 






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