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martes, 24 de agosto de 2021

Etapa 19: Catania - Siracusa. El Padrino II (1974)


Llegamos finalmente a Catania el domingo a primera hora de la tarde. Nos acercamos en rumbo SW empujados por un viento flojo que despertó por fin durante la mañana, después de casi un día y una noche aturdidos por el runrún del motor en la encalmada.

La ciudad está paralizada. Es un domingo de agosto, en Sicilia, a la hora de la siesta. Nadie sale en Catania, un día como hoy, a la hora de la siesta. Nada se mueve, ni coches ni barcos. Ni siquiera el Etna (menos mal), que emerge de la ciudad cuando miras hacia el norte, imponente, tranquilo y cubierto de nubes que amenazan tormenta. 




El puerto de Catania es enorme. Una gran dársena protegida del norte y del este por un largo rompeolas exterior que abre hacia el sur una bocana quizá demasiado amplia. Dentro, tres ferries tamaño gigante y otros más pequeños esperan a su pasaje medio adormilados. Pero hoy es domingo, y es la hora de la siesta, y, por no oír, no se oye ni siquiera el clang-clang-clang metálico de camiones subiendo y bajando a sus cubiertas. Pocos mercantes, pocas grúas. Catania no parece un puerto que mueva muchos contenedores, sino más bien de tráfico de pasajeros y camiones, sobre todo a Malta.

Entramos por la bocana, luminosa y desierta. No tenemos ninguna reserva, damos por hecho que encontraremos amarre, venimos de lejos, sin cobertura. Mi amigo Gianni me recomendó en Preveza su puerto base, el Circolo Náutico NIC, una de las marinas deportivas de la ciudad, todas en el puerto.

Llamo por VHF.

-  Circolo Náutico NIC, Circolo Náutico NIC, here is sailing vessel Sargantana. Do you read me? Over

No hay respuesta. Repetimos varias veces. No hay respuesta. Llamamos por teléfono. No hay respuesta. 

Tras cincuenta y dos horas de navegación, la soledad y el silencio saben a plomo derretido en el decorado desierto y caluroso de este puerto, un domingo de agosto a las cuatro de la tarde.

Pero a estas alturas de viaje tenemos recursos y sabemos buscarnos la vida. Nos dedicamos a recorrer lentamente los muelles y pantalanes, a la búsqueda de algún alma resucitada de la siesta. Desde la distancia vemos los muelles cubiertos ligeramente por arenilla negra, una especie de carbonilla, que les da un aspecto un poco sucio y abandonado. Sin duda es culpa del Etna, que se ha debido enfadar últimamente, y del viento norte, que en ocasiones se alían para hacer de esta ciudad la única del mundo en la que la nieve cae en forma de arena negra.

Como era de esperar, aparece finalmente el marinero. Un señor mayor, alto, enjuto, vestido con un pantalón corto o un bañador azul y sin camiseta, que nos ha visto dar vueltas y más vueltas y ha debido llegar a la conclusión de que el tema iba con él. No llegué a preguntarle su nombre, pero diría que tiene cara de llamarse Vito.

Le vemos acercarse, parsimonioso, seguido por un perro grande y blanco, quizá un golden retriever.

Esta versión de marinero nos faltaba en este viaje. Que recuerde, hemos tenido casos de marinero solo, de marinero con pareja, de marinero con pareja en neumática, en trío, de “marinero con familia cenando en el pantalán”, y hasta un caso de “marinera aficionada haciendo jogging que pasaba por allí y se para a ayudar”, pero nunca habíamos tenido la versión  “marinero con perro pero sin camiseta”. La vida te da sorpresas, no hay duda.

Vito recorre el pantalán arriba y abajo, varias veces. Se para frente a una plaza libre. Nos llama, voy para allá. Inicio la maniobra. Mueve la cabeza. No le gusta. Se va sin decirnos nada. Ni nos mira. Le seguimos obedientemente. Lucía y yo alucinamos. Volvemos a verle unos metros más allá en otra plaza libre. Esta sí. Esta tiene que ser la buena.

Vito se para frente a la plaza libre, erguido como un torero en el ruedo frente al tendido de sol. Levanta la mano y nos cita. A pecho descubierto. Nunca mejor dicho.

Obedientemente coloco al Sargantana perpendicular al pantalán, y doy marcha atrás muy despacio, camino del amarre.

Todos los actores están en su lugar

Lucía, guantes puestos, bichero en ristre, maldice entre dientes mientras se prepara en la banda para recibir la guía mugrienta del muerto de proa. Porca miseria.

Vito, que aprovecha para iniciar una animada charla con nuestros próximos vecinos de pantalán, que asoman la cabeza, nos miran, y maldicen que haya tenido que elegir precisamente la plaza de su costado a la hora de la siesta. Porca miseria.

El perro, que parece ser el único que me hace caso y no maldice, mueve el rabo en señal de bienvenida y me mira fijamente y con la boca abierta. 

Visto el elenco, me tira más el perro y por un momento pienso si no será mejor pasarle el cabo de amarre en vez de a Vito. Lo descarto cuando veo que Vito por fin deja a los sicilianos tranquilos, le pasa la guía a Lucía (¡mierda, viene llena de mejilloneeees!) y decide finalmente prestarme atención.

Es la mía. Le paso los cabos antes de que se arrepienta como la otra vez, Y menos mal que no hay viento, porque Vito, esta tarde, es un señor que va a cámara lenta. Ya se sabe, el domingo, agosto, la siesta y todo eso.

Pero nada, atraque perfecto. Barco en su sitio. Antes de cualquier otra cosa,  nos saludamos

- Good afternoon
- ghftgff Jjhtr, capitano

No está claro si me ha respondido en inglés o en italiano. Decido que debe ser alguna variante muy local, y quizá en recesión, del dialecto siciliano. Ahora entiendo lo del VHF, doy gracias mentalmente de que no me haya respondido. Ciertas cosas, mejor en privado…

Vito se despide con un “arrivederci” que entiendo al final de un párrafo que no entiendo, pero que intuyo viene a significar  “los papeles y el dinero en la oficina mañana, que ahora está cerrada; agua y luz, aquí en las torretas del pantalán; que lo paséis bien, y para la próxima a ver si no llegáis en plena hora de la siesta, coño”. No es tan complicado el siciliano.

El perro le sigue, pero antes me mira y mueve el rabo, lo que intuyo viene a significar “me voy con éste, pero vuelvo a la hora de la cena, me tumbo aquí en el pantalán, os hago compañía, y si cae algo, pues eso. Y por cierto, esta que viene contigo tiene pinta de que nos tiene manía a los perros. A ver si haces algo, pero lo veo difícil”.

Todo claro.Y así ocurrió ni más ni menos. Perro listo.

Por lo demás Catania es una ciudad magnífica, como toda Sicilia. La visitamos quizá menos días de los que merece, pero Lucía no está del todo bien, y ya vamos con el metrónomo en modo rápido por la amenaza de tormentas.

Impresionan sus calles rectas y larguísimas, sus palacios y ese aspecto de ciudad reconstruida y revivida tras una catástrofe. Incluso la arenilla negra que lo invade todo la enmarca y le da un aspecto único. 


Visitamos su mercado y el centro, pero dejo que Lucía dé los detalles, que, como dijo el otro, “llevo ya mucho escrito y me voy a acostar, que estoy un poquillo cansao”.

Solo después de repetirme un test de antígenos al día siguiente de llegar me animo a dejar el barco. 


El malestar durante toda la travesía, que me he pasado con fiebre y la mayor parte del tiempo durmiendo, me ha impedido prepararme para Catania. Así que me pilla de sorpresa esta pequeña joya siciliana. Sobre la marcha leo las tres o cuatro cosas básicas y nos lanzamos a explorarla como siempre hacemos, callejeando sin rumbo fijo, con ideas vagas de cómo se organiza la ciudad y hacia dónde quedan las “cosas que hay que ver” . Y con Google Maps como ayuda. De las “cosas que hay que ver” nos dejamos unas cuantas, como el teatro romano, el castillo Ursino, interiores de iglesias, o los jardines de Villa Bellini: aún no tengo fuerzas suficientes para dedicar demasiadas horas a la visita, la tos me hace ahogarme y me duele todo el cuerpo.


Y el Etna. Cuando salimos de casa, subir al Etna era una de las etapas obligadas de nuestro viaje. Resignados, lo dejamos para el año que viene y me prometo estudiar alternativas, porque el exceso de oferta megaturistica de visitas organizadas que vislumbro durante el paseo me quita las ganas.


Catania me recuerda a Palermo, si bien más chiquita, menos monumental y oscurecida por la arenilla negruzca que se deposita en todas partes, principalmente en las aceras y las calzadas. En el mercado al aire libre, ese que se ubica a espaldas del duomo y que es en sí mismo un barrio de la ciudad, a rebosar de gente y puestos callejeros de todo tipo, principalmente de pescado, chapoteo en el barrillo y pienso que sólo a mí se me ocurre ponerme una falda blanca larga para recorrer Catania. 


Arenilla negra tapízanos las calles de Catania


El puerto está bastante cerca del centro de la ciudad histórica. Lo que más tiempo lleva es salir de él: nuestro pantalán es el último y cuesta sus buenos 15 minutos desandar todo el camino por el muelle, pasar la zona de pescadores y llegar a la barrera de la aduana, que hace las veces de entrada al recinto.



Después, hay que cruzar las vías y tirar cuesta arriba por una calle un tanto maltrecha. Unas decenas de metros más allá, de golpe, sin previo aviso, se ve a mano izquierda la plaza con el teatro Bellini y la fuente dorada en el centro, el teatro en que María Callas interpretara su “Norma” para conmemorar el 150 aniversario del nacimiento del compositor. A estas alturas ya sé que Vincenzo Bellini es originario de Catania, está enterrado en la catedral y la orgullosa ciudad le rinde homenaje y lo exhibe a los visitantes en múltiples muestras y conciertos. 





A partir de ahí se suceden iglesias, palacios y diferentes muestras del barroco siciliano, en gran medida resultado de la reconstrucción de la ciudad a partir del siglo XVII. Se considera que el puerto de Catania fue el epicentro del terremoto de 1693 que destruyó decenas de ciudades de la zona, incluida Catania, y mató a las dos terceras partes de su población. De la ciudad sólo quedaron en pie el castillo y tres ábsides de la catedral. 


Llegamos al duomo, consagrado a Santa Ágata, con su plaza a rebosar de turistas en grupos, caminando como sonámbulos, guía en mano, tratando de identificar la entrada a la catedral entre los carteles y cintas que cortan el paso natural y organizan accesos y salidas en tiempos Covid. De turistas refugiados bajo las sombrillas de las terrazas que se apretujan alrededor de la plaza, pegadas a las fachadas  y dejando en medio un espacio abierto, abrasado por el sol. De turistas con móviles que hacen cola para fotografiarse en el obelisco egipcio sobre el elefante de lava, emblema de la ciudad, poniendo morritos y posturas aprendidas de Instagram. Si es verdad que el obelisco protege a Catania del Etna, con tanta tontería debe estar pensándoselo.



La plaza nos traga y, por un instante, nos vuelve dos sonámbulos más, tratando de situarnos, de encontrar entradas y salidas, y ubicar la vía Etnea, la larguísima avenida de tiendas internacionales con el decorado del Etna al fondo, que es una de las “cosas que hay que ver”. La plaza y la catedral se salvan del negror de las calles y son blancas y refulgentes. La fachada de la catedral, de Vaccarini, es dramáticamente barroca, de proporciones colosales, con esa exageración de las tres alturas, la profusión de columnas y adornos de estatuas, y en mármol blanco, que la hace aún más ostentosa.



Plaza de la Universidad, palacio de San Gulliano, restos del circo Romano, Vía Crociferi, que se llama así por estar plagada de iglesias. La paseamos con parsimonia y tomamos una cerveza en un pequeño colmado familiar con cuatro mesas en la acera.







No me dan las fuerzas para más. De regreso al barco, paramos en un supermercado grande que nos hace dos regalos: servicio a domicilio y cerveza sin gluten. Qué más se puede pedir. 




Pasamos el resto de la tarde en el barco y al día siguiente nos despedimos de Siracusa y del Etna, que dejamos por popa, y completamos la etapa que nos llevará a Siracusa en rumbo directo.



 


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