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domingo, 19 de junio de 2022

2022 21ª etapa: Rodos - Symi. Capitán Phillips (2013)




Domingo, 19 de junio

Hay gente que, por alguna razón, te cae bien nada más conocerla. Incluso, a veces, antes de conocerla, como cuando llamas por el canal 71 a la Marina Symi, en la bahía de Pedi, y te dicen que sí, que por supuesto tienen sitio para amarrar, que vayas un poco más allá del catamarán blanco abarloado al muelle, al hueco después del velero azul, que tienen guías, que no necesitas ancla, que estarán allí para ayudarte.

Al final de la fila de barcos atracados de popa, le vemos en el muelle, amarra en mano. Nos hace señas. Un tipo alto, enjuto, pelo blanco, camisa, pantalones cortos, gorra roja. Muy delgado. Mayor. O quizá no tan mayor (uno, que ya está jubilado, tiende a ver a la gente de su edad más mayores que a uno mismo). Quien nos da las amarras es el capitán del puerto. El capitán Nick.

El atraque no es fácil. La Marina Symi tiene un único muelle, casi paralelo al meltemi, que estos días sopla sin tregua. Nuestros vecinos del Lady L, sudafricanos con bandera polaca, fake como la nuestra, también ayudan. Menos mal.

Marina Symi, en Pedí

Pero, como pasa a menudo, la maniobra de coger la guía y correr para hacer firme la amarra de proa no es lo suficientemente rápida y acabamos aconchados contra el barco de sotavento. Tampoco ayuda que las amarras de proa sean cabos demasiado finos y demasiado perpendiculares al muelle. 

El caso es que nos cuesta un buen rato, y más de un esfuerzo, bajo el sol cegador del mediodía, recomponer nuestra posición. En estos casos, en cuanto el barco está seguro, el protocolo de rigor es sacar unas Mythos bien frías de la nevera y relajarse después de la batalla. Le ofrezco una al capitán Nick. Sonríe. Dice con voz grave “I never say no to a beer”. Y nos cuenta.

El capitan Nick (Nikos) es un tipo que impone. Un marino de los que, quizá, ya no quedan, como ese Capitán Phillips, duro y honrado, que interpretaba Tom Hanks en el cine. Nikos fue capitán de un mercante, y nos habla de sus escalas en España (la primera, siempre Barcelona), de Symi, del meltemi. Cordial y amigable. Orgulloso de su minúscula marina, recién inagurada, como seguro estuvo orgulloso de todos sus barcos y de sus tripulaciones. Uno de esos viejos lobos de mar, ya de regreso en tierra, en Symi, isla de marinos. Nikos ha pasado toda una vida en el mar, pero sigue viviéndolo en su jubilación, junto a su casa, en su pequeño puerto y con su pequeño equipo, con un cuidado y una dedicación que no pueden sino enternecer. Seguro que es el mismo mimo que ponía en cada uno de sus mercantes.

Nikos y sus chicos revisan constantemente todos sus barcos (diez o doce, no les caben muchos más) y cuidan personalmente de todos los detalles. Como cuando suben al barco a poner una amarra extra en cuanto el meltemi enseña las uñas, una tarde en la que hemos salido a ver Symi y su museo. Más que una marina, lo de Nikos es una guardería.

Sargantana en Marina Symi


Una marina deliciosa, de las mejores que recordamos. Nikos nos propone guardar el Sargantana allí durante en el invierno, pero no tienen marina seca y, en cualquier caso, ya estamos comprometidos con Leros. Quizá otro año.

El agua de la marina, como toda la bahía, está limpia y transparente. Nos bañamos desde la minúscula playa al lado de la puerta


Llevamos ya tantas islas que se nos agotan los adjetivos. Symi es particular, incrustada como con un calzador en una enorme bahía turca, con una historia fascinante que mezcla su tradición de buceadores/pescadores de esponjas, con las inevitables batallas y avatares de esta zona. Playas impresionantes, accesibles solo por mar, y un puerto de esos que no olvidas, con casas multicolores hasta el borde del mar, un ir y venir continuo de ferries, veleros y yates, y un ambiente difícil de igualar.

Puerto de Symi

Pasamos seis días en la isla, pero nos parecen pocos. Tres noches en Pedi, el pequeño pueblo junto a Symi, en la marina del capitan Nick. Otras tres en Panormitis, una bahía, cerrada como un puerto, en el sur de la isla, con una única edificación: un monasterio espléndido (y sus edificios anexos), lugar de peregrinación para toda Grecia. Un sitio en el que podrías fondear casi indefinidamente, y en el que esperamos con tranquilidad a que el meltemi reduzca un día su furia y nos permita saltar a Tilos o Nisyros, a por una nueva etapa.

Monasterio del Arcángel Miguel de Panormitis, del s. XVIII, con su llamativa torre de 1905

En Panormitis podemos presenciar cómo los barcos cisterna de la armada griega abastecen de agua a estas pequeñas islas del Dodecaneso. El A480 (nosotros le llamamos “el botijo”) aparece en la entrada de la rada cada pocos días con la panza llena y el trancanil casi a ras de agua. Y el pequeño pantalán frente al monasterio se moviliza para hacerle sitio y llenar las cisternas con el agua del botijo, operación que les lleva un par de días. Para alborozo de su tripulación, que acaba con las reservas locales de Mythos, tumbada en cubierta. Aquí, prisas, las justas.

El A480 no debe ser el barco más glorioso de la armada griega, pero seguro, segurísimo, que hay lista de espera para ser tripulante. Y seguro, segurísimo, que tiene un Capitan Philips al mando.

 El barco cisterna A480 llegando al muelle de Panormitis


Panormitis tiene nombre de druida de aldea gala. Pero en Panormitis no hay un druida, hay un arcángel. Y no hay galos, hay gallos. Gallos y cabras. Todo el día, desde primera hora, el canto medio desganado de los gallos y el balido de las cabras acompaña un fondeo que es muy tranquilo, a excepción de los ferries. Al pequeño muelle de Panormitis llegan, escalonados, tres ferries diarios que escupen su carga de turistas para, una hora después, recogerlos y desaparecer, dejando la bahía, el monasterio y la terraza de la cafetería otra vez en completa calma. 

Panormitis es nuestro primer fondeo al llegar a la isla de Symi, la tercera que visitamos de las doce del Dodecaneso. El salto desde Rodos ha sido curioso y muy divertido. No se puede ir en línea recta sin pasar por aguas turcas, para lo cual no estamos habilitados. Además, el viento es duro y de proa, lo que nos obliga a hacer bordos. Tenemos que prestar mucha atención para negociar con éxito el rumbo, la frontera, los cargueros y alguna que otra patrullera turca…

Camino de Symi, con la costa turca al fondo


Al llegar a Panormitis leemos que el monasterio del s. XVIII es uno de los trece (¡trece!) monasterios que hay en la isla dedicados a los arcángeles, nueve de ellos solo al arcángel Miguel, patrón de Symi. El monasterio del arcángel Miguel de Panormitis es el más importante de la isla y el segundo más grande del Dodecaneso, y atrae peregrinos de toda Grecia. Guarda un icono del arcángel de dos metros de alto que a mí me parece salido de la Casa del Terror, con esa costumbre que tienen aquí de cubrir de plata repujada toda la figura dejando al descubierto únicamente la cara pintada, que, al estar en otro plano, se tuerce en un gesto grotesco y le da un aspecto deforme y contrahecho. 

Icono del arcángel Miguel en Panormitis. El repujado en plata es de 1724 sobre una pintura más antigua. Dicen que hace milagros.


Descansamos aquí dos días del ajetreo de Rodos, con visitas esporádicas a tierra en el dinghy para ver, en completa soledad, el monasterio, tomarnos un café en la terraza del bar, contemplar, divertidos, la llegada de los turistas y las colas que forman, o dar un paseo alrededor de la bahía con las cabras. También nos bañamos: el agua está limpia, aunque bastante revuelta por el viento y, sobre todo, por los ferries, que alborotan la arena del fondo en las maniobras de atraque. Vemos un par de tortugas en el agua. 

Subiendo por la costa este de la isla de Symi se abren las calas de las playas más conocidas y frecuentadas por ferries y barcos-taxi en excursiones de día: Marathounda, Nanou, Agios Giorgios. No fondeamos en ninguna de ellas: no nos fiamos del viento racheado.

 La playa de Agios Giorgios (San Jorge), accesible solo por mar, es la más importante y la más grande de Symi. Se extiende a los pies de impresionantes paredes verticales de 300 m de altura. Es uno de los destinos más solicitados por los turistas playeros, pero el viento racheado no hace recomendable pasar la noche fondeados


En el norte se abre la bahía de la ciudad de Symi, visita obligada según todas las guías. La bahía inmediatamente anterior es la de Pedi, un puertito y un pequeño pueblo que trepa por la ladera y cuyos límites se confunden con la parte alta de Symi. Porque Symi tiene dos partes: Gialos, el puerto, al que todo el mundo llama Symi, y las casas de arriba, en la falda de la montaña, al que llaman indistintamente Ano Symi ("alto Symi") o Chorio, que significa “el pueblo”. 

Bahía de Pedi desde el camino que lleva andando a la playa de Agios Nikolaos


Cogemos el autobús que sale de Pedi cada hora, sube por Chorio y baja hasta Gialos. Por muchas fotos que veas, nada anticipa la impresión de atisbar el puerto de Symi por primera vez, cuando el autobús corona la cima, antes de iniciar el descenso. Las casitas azules, amarillas y ocres, rodeando el puerto en forma de herradura y trepando por la falda de la montaña, parecen un cuadro naif que alguien hubiera soñado y luego pintado con toda delicadeza. Y ¡el mar! Un mar azul profundo que refleja la luz de un sol inclemente y da aún más protagonismo, si cabe, a las pequeñas edificaciones de tejados rojos.

Vista del puerto de Symi desde el autobús

El puerto de Symi desde su extremo oeste.


El puerto es, una vez más en este viaje, un escaparate al turista. Además de los artilugios habituales, en Symi aprovechan su llamativa historia de pescadores de esponjas para inundar sus tenderetes de una oferta que, lamentablemente, nada tiene ya que ver con Symi: hace años que la mala gestión y la pesca abusiva acabaron con cualquier vestigio de esponjas en los fondos de la isla. Los cientos de ellas que hoy exponen en sus decenas de tiendas a saber de dónde vienen... 

Una de las tiendas de esponjas, con el reclamo del traje de buzo


Y es que Symi es Symi gracias a las esponjas. Poco antes de que, en 1522, Solimán el Magnífico lanzara el asedio de Rodos, Symi tuvo el acierto de someterse voluntariamente al sultán y ganarse un trato de favor a cambio de sus esponjas. Se compraron el derecho al autogobierno y al libre comercio marítimo. Mantuvo estos privilegios durante los siglos XVI y XVII, en los que ganaron de Creta el derecho a ondear el pabellón de San Marcos y, así, proteger sus barcos de los piratas. 

En el siglo XVIII la isla vivía por completo del comercio de esponjas; llegó a albergar más de 30 empresas familiares de armadores y comerciantes. Ya entrado el siglo XIX, llegaron los trajes de buzo y, con ellos, la sustitución de la técnica artesanal de pesca a pulmón por el arado de los fondos con rastrillos, que se llevaban por delante no sólo las esponjas, sino todo tipo de vida submarina. Fue la época más próspera de la isla, que se enriqueció con la exportación a Europa y llegó a albergar más de 25.000 habitantes. Las principales casas y calles que se conservan hoy son de aquella época. Mantuvo su prosperidad hasta el siglo XX, pero la explotación indiscriminada, la llegada de la fabricación de esponjas de material plástico y la Segunda Guerra Mundial marcaron el inicio del declive del comercio de esponjas y, por ende, de Symi, hasta que, en 1970, se abandonó por completo su pesca. Hoy, Symi vive del turismo.

Estatua en el puerto de Symi dedicada a Stathis Hatzis, el legendario pescador de esponja que, a principios del siglo XX, buceó 88 metros a pulmón durante 3 minutos y 58 segundos para enganchar a una cadena el ancla que un barco de guerra italiano, el Regina Margerita, había la perdido en una bahía de Karpathos. 


Symi no es un lugar confortable para vivir: está llena de escaleras. Las casas que no tienen la suerte de estar al borde del mar salvan la distancia con tramos de escaleras empinadísimas. No es de extrañar que, para llegar desde el puerto hasta el pueblo de arriba, los habitantes pudientes se hicieran construir, allá por el s. XVIII, una vía “cómoda”: ancha, en zigzag, alternando cuestas y peldaños, a la sombra de árboles frondosos plantados aquí y allá. Es la Kali Strata, que en griego quiere decir “buen camino”. 

Uno de los primeros tramos de la Kali Strata, que arranca de la zona este del puerto

La Kali Strata ya llegando a lo alto del pueblo


Al sol del mediodía tomamos la Kali Strata, y constatamos que de cómoda no tiene nada. Tras subir sus más de 500 escalones, que ofrecen aquí y allá espectaculares vistas del paisaje de casitas de cuento, visitamos el museo, que se esconde entre las callejas estrechas del pueblo, 


Una de las calles del pueblo, cerca del museo


El museo se ubica en la mansión Farmaki, que, además de las galerías de arqueología, arte e historia de la isla, exhibe muestras de folklore, vestimenta y vida del siglo XVIII y XIX. Desde su balcón se pueden ver, a la vez, las dos bahías: Symi a la izquierda, Pedi a la derecha


Pasamos de largo el castillo de los Caballeros de San Juan y los antiguos molinos y seguimos camino de Pedi, disfrutando de las vistas de la bahía que, a esta hora, sigue azotada por el viento inmisericorde del norte, el mismo viento que batallaremos en nuestra siguiente etapa para llegar a la isla más bonita que hayamos visto jamás (perdóname, mi querida Formentera…). Pero esa es otra historia.

La última noche en la isla la pasamos en Panormitis, a donde hemos ido para acortar en unas horas la navegada de mañana



Sábado, 25 de junio





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