Es lunes, son las dos de la tarde y en Gallipoli hace mucho calor. La ola de altas temperaturas que aplana toda Italia ha llegado también al sureste y tiene pinta de durar.
Llegamos al Sargantana sudorosos tras pasear sin rumbo por las callejuelas de su ciudad vieja y visitar su castillo. El capitán del puerto, un chaval casi imberbe, al que hemos conocido esta mañana a primera hora cuando aparecimos por su oficina a registrar nuestra entrada, se baja del coche y viene a decirnos que no podemos seguir abarloados al muelle, que en la zona de transeúntes hay que colocarse con ancla, popa al muelle.
Protestamos un poco y le pedimos que nos deje seguir como estamos. Llegamos ayer domingo por la tarde y encontramos libre una de las pocas plazas en el muelle municipal gratuito para transeúntes, justo detrás de un pequeño catamarán, también abarloado. Nadie nos dijo nada, ni nadie nos ayudó con un atraque complicado por la falta de norays o argollas para barcos pequeños. Volver a intentarlo a esta hora y con este calor, ni pensarlo.
Acaba por irse, nos da por imposibles. Su inglés no da para mucho y no son horas de discutir a pleno sol. No parece muy convencido por nuestras alegaciones a pesar de que el puerto está casi desierto. Hoy lunes sólo quedamos dos barcos, un megayate con marineros en pleno zafarrancho de limpieza (eso sí, colocado “como dios manda”) y nosotros, al otro extremo, abarloados. La situación recuerda la escena icónica de “Los padres de ella“ en la que Ben Stiller hace cola en una puerta de embarque desierta y tiene que esperar a que la azafata acabe de llamar por megafonía a toda la lista de grupos de pasajeros. Qué más le dará al buen señor capitano si estamos abarloados o no esta noche…
Discutimos nuestras opciones. Podemos pasar del capitano y acochinarnos en tablas (todo será que nos acabe mandando a los carabinieri). O ponernos a hacer la maniobra de atracar de nuevo (otra vez sin ayuda). O podemos largarnos y fondear al sur de la ciudad. Seguramente con menos calor y con el agua más limpia. Y ya hemos hecho nuestra visita a la ciudad.
Y así, más que irnos, nos fugamos de Gallipoli. Aunque hay que decir, en honor a la verdad, que la ciudad es bonita (de hecho su nombre viene del griego Kalé polis, literalmente “ciudad bonita”). Nos ha sorprendido agradablemente. Cae un poco a trasmano para volver otro año, pero quién sabe.
Bonita pero sin exagerar. No es Cádiz ni Siracusa, como apuntan unas guías turísticas un tanto entusiastas. Gallipoli es una de esas ciudades antiguas, fortificadas, construidas sobre una pequeña isla cercana a la costa como defensa contra los turcos, árabes o cualquier pueblo vecino con ganas de expansionarse (según la época). Pero a diferencia de Cádiz, Monemvasia o Siracusa, Gallipoli es más pequeña, más austera, con menos duende. Quizá porque la construyeron los aragoneses del reino de Nápoles, gente recia y práctica, que optaron por un diseño pentagonal con un bastión en cada ángulo, un diseño sólido y sin concesiones a la galería. Eso sí, la ciudad tiene un punto barroco, porque Lecce está a pocos kilómetros y les surtió de arquitectos y escultores. Por aquí la llaman “la joya del Salento”.
Gallipoli se nos presenta como una excelente opción para patear una ciudad desconocida, de la que sabemos más bien poco, y (muy importante) parece un lugar más que adecuado para ver en directo a Carlos Alcaraz en la final de Wimbledon, antes de cruzar el golfo de Taranto.
Tras dejar Santa María di Leuca y Gallipoli, en la región de la Apulia nos tocará volver a recorrer la costa de Calabria, recta y plana, una gran playa de decenas de kilómetros con muy pocas ciudades y apenas fondeos, lo que nos obligará a amarrar en puertos o navegar sin recaladas.
A la izquierda, la torre Rivellina del castillo cuyos bastiones abarcan toda la isla
Looks fantastico!! .....Paul
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