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viernes, 27 de agosto de 2021

Etapa 20: Siracusa. El Sur (1983)


Si la niña de Icíar Bollaín estaba obsesionada por el sur y los misterios que escondían sus gentes, la niña que yo era, lectora compulsiva, estaba fascinada por las historias de personajes que hacían cosas fuera de lo común: las vidas de los santos, las epopeyas de los mayas, las leyendas de los dioses y héroes griegos, y las anécdotas de sabios y filósofos de la antigüedad. En mi cabecita se formaban imágenes más o menos fantásticas de los lugares por los que transcurrían sus andanzas. Algunas me han acompañado obsesivamente hasta hoy. 


Este viaje me ha transportado a muchos de esos lugares imaginados de mi infancia. Y Siracusa no podía sino ser uno de ellos: es la cuna de Arquímedes, al que siempre me he imaginado subiendo y bajando una pierna en la bañera; y allí nació Santa Lucía, su patrona, la santa de mi bisabuela y de mi madre, la virgen que se sacó los ojos y se los llevó en una bandeja al pretendiente que se había enamorado  de ellos.


Fachada de iglesia de Santa Lucía alla Badía. Un cartel anuncia que el famoso cuadro de Caravaggio del entierro de la santa se ha movido temporalmente a la abadía de Santa Lucía del Sepulcro :(


Arquímedes tiene en Siracusa un museo dedicado, pero su estatua ha de resignarse a ocupar un lugar de tránsito, mal acomodado entre los dos puentes de Ortigia.



Llegar desde el mar a Siracusa es una de las mejores cosas que te pueden ocurrir. Y si es al comienzo de la tarde, cuando el sol empieza a bajar y los objetos vuelven a recuperar sombras y volúmenes, más.


A  lo lejos se distingue una línea ocre elevada sobre el horizonte. Es la isla de Ortigia, la ciudad vieja. A medida que nos vamos aproximando, lo primero que se perfila es el castillo Maniace adentrándose en el mar. 


Castillo de Ortigia


Y allá a lo lejos, elevándose sobre los tejados de la ciudad nueva que se adivina al fondo, el pináculo altísimo, esbelto, hipnótico, de la iglesia de la Madonna delle Lacrime, que, a modo de torre vigía, no volverá a perdernos de vista en todos nuestras evoluciones alrededor de Ortigia. La cúpula y el castillo será lo último que dejemos de ver mientras nos alejamos de Siracusa, cuatro días después.


Siracusa. En el centro sobresale la cúpula de la Señora de la Lágrima  

Poco a poco, como una prolongación del castillo, se va distinguiendo el colosal bastión que mantiene a la ciudad elevada sobre el acantilado. Van definiéndose los contornos de las edificaciones apretujadas, una al lado de la otra, muy juntas, sin solución de continuidad


Castillo de Ortigia (Castello Maniace) con la luz verde que sirve de baliza de entrada a la rada

 Frente de Ortigia, en la parte sur de la isla


Nos sorprenden los acantilados, largos y rocosos, salpicados de esas moles cúbicas que se usan en las escolleras para defenderse del mar. Vislumbramos solarios montados en cualquier rincón de los acantilados, al pie de la muralla, con las piscinas de mar que dejan los bloques entre ellos. Se suceden balnearios y terrazas. Continúa el bastión hasta el castillo y la hilera de casitas verticales sobre él. Entre las  fachadas ocres destaca de vez en cuando el frontal de una iglesia dorada o blanca, mientras rodeamos el castillo para dirigirnos a la rada que se abre al sur de la ciudad.


Vista del castillo desde el lado sur 

 

En el otro lado, la muralla desaparece y da paso a una línea de fachadas más modernas y armoniosas. Sobresale en lo alto, la mole de la iglesia del “Collegio dei Gesuiti”, con su cúpula roja, dándole la espalda al mar. A sus pies, el puerto municipal, un larguísimo muelle donde está atracada media docena de inmensos yates. Y los árboles del paseo, que se abren en un punto para dejar sitio a la fuente de Aretusa, uno de los tres únicos rincones de Europa donde crecen los papiros.


“Waterfront” sobre el puerto municipal. En el extremo  izquierdo, la iglesia del colegio de los Jesuitas. En el  derecho, la fuente de Aretusa


Antes de echar el ancla, contemplamos divertidos la maniobra se desatraque de un colosal crucero MSC que ocupa la rada, deja minúscula la ciudad y atruena la bahía con su música se animación.

 


Pasamos nuestra primera noche fondeados, sin cansarnos de contemplar cómo evoluciona la línea de la ciudad desde nuestra llegada, según avanza la hora, hasta la puesta de sol. Por la noche, bañada por la luna ya menguante de agosto, Ortigia se vuelca en luces y música callejera, y fuegos artificiales salpican distintas zonas apartadas de la ciudad y sus aledaños. 





Estos cuatro días alternamos el fondeo en la rada con el amarre en un pantalán chiquito entremezclado con las decenas de ellos que salpican el Porto Marmoreo, también conocido como Porto Piccolo, al otro lado de la isla, al norte. Se llama simplemente Marina Ortigia.  






La elegimos por las buenas críticas que reúne en Navily. Teniendo en cuenta la presión de barcos en la ciudad en esta época del año y los precios de los amarres, está más que bien elegida. Como tantos “pontile” en Sicilia,  es un negocio familiar atendido por dos o tres de sus miembros que se esmeran en hacer de su pequeño lugar un sitio acogedor.

 



Lo mejor de la marina es su ubicación, muy cerca del puente nuevo. Ortigia es una isla unida a la ciudad nueva por dos pequeños puentes por los que transitan incesantemente los coches. El puente nuevo es de salida de la isla. El otro, el de entrada, cómo no, se llama de Santa Lucía.







Dedicamos un día a perdernos entre las calles antiguas y singulares de Ortigia. No llevamos rumbo fijo. Elegimos los caminos menos transitados, aunque inevitablemente nos damos de bruces, aquí y allá, con grupos de turistas dirigidos por guías con gorra y banderín. 


 Calle de Ortigia con balcones “petto di oca”

Iglesia del Espíritu Santo, en el “lungomare” 

 El bastión y los acantilados desde el “lungomare”


A nuestro paso, sicilianos sonrientes y serviles nos ofrecen paseos en “calessino“, mesas en restaurantes, frutas y verduras en el mercado, marionetas y souvenirs de la isla en forma de imán de nevera, ostras en los puestos callejeros, salidas en lancha a ver Ortigia desde el mar. 




Es inevitable, Siracusa no puede sustraerse a su atractivo turístico y sus gentes lo explotan. Se vuelcan con el turista, ofreciéndole su mejor cara, apartando de un manotazo los incordios del COVID, jugando a que no existe. Y así, pocas mascarillas se ven, ni siquiera en los lugares abarrotados de público. Luis y yo parecemos de otro planeta.


Solárium Neptuno 

Solárium al pie del Forte Vigliena

La calle hace voladizo sobre el bastión 


 Fuente de Aretusa 


Nuestro deambular de kilómetros nos permite contemplar los atractivos de una ciudad rara, agobiante, de aceras estrechas y callejones impracticables, con zonas peatonales mezcladas con calles donde los coches circulan y estacionan sin mucho sentido, presa aquí y allá de la grúa municipal; donde todo está demasiado junto, donde falta perspectiva para contemplar las fachadas de iglesias y palacios y sobra gente para visitar sus interiores.


Calle de Ortigia

Iglesia de Santa Lucia alla Badia, en la plaza del duomo

El duomo


Plaza del duomo


Definitivamente, Siracusa está hecha para ser contemplada desde el mar.


Y desde el mar la contemplamos en nuestro fondeo en la rada, en los días siguientes, después de una magnífica cena en una pizzería especializada en oferta sin gluten (¡esto es Italia!) y de abastecernos temprano en el “mercato”. Al “mercato" se llega atravesando la plaza de las ruinas del templo de Apolo Los puestos de sombreros y objetos variados no tienen ningún interés, las ostras no apetecen a primera hora de la mañana y el pescado no tiene el mejor aspecto del mundo, así que sólo fruta y verdura (qué decepción las uvas, qué ultra-picantes los “peperoncini”, qué extraordinarias las peras).


Fondeamos y esperamos. El viento no es favorable para nuestra siguiente etapa. Hay que aguardar unos días hasta que nos permita una navegación cómoda hacia el este. Barajamos opciones. La rada es gratis, pero el agua no da para a bañarse, sólo Luis se arriesga brevemente. Optamos por aprovechar una ventana matutina para acercarnos a un puertito a 10 millas de Siracusa y nos alegramos de la decisión. Pero esa ya es otra historia. 








martes, 24 de agosto de 2021

Etapa 19: Catania - Siracusa. El Padrino II (1974)


Llegamos finalmente a Catania el domingo a primera hora de la tarde. Nos acercamos en rumbo SW empujados por un viento flojo que despertó por fin durante la mañana, después de casi un día y una noche aturdidos por el runrún del motor en la encalmada.

La ciudad está paralizada. Es un domingo de agosto, en Sicilia, a la hora de la siesta. Nadie sale en Catania, un día como hoy, a la hora de la siesta. Nada se mueve, ni coches ni barcos. Ni siquiera el Etna (menos mal), que emerge de la ciudad cuando miras hacia el norte, imponente, tranquilo y cubierto de nubes que amenazan tormenta. 




El puerto de Catania es enorme. Una gran dársena protegida del norte y del este por un largo rompeolas exterior que abre hacia el sur una bocana quizá demasiado amplia. Dentro, tres ferries tamaño gigante y otros más pequeños esperan a su pasaje medio adormilados. Pero hoy es domingo, y es la hora de la siesta, y, por no oír, no se oye ni siquiera el clang-clang-clang metálico de camiones subiendo y bajando a sus cubiertas. Pocos mercantes, pocas grúas. Catania no parece un puerto que mueva muchos contenedores, sino más bien de tráfico de pasajeros y camiones, sobre todo a Malta.

Entramos por la bocana, luminosa y desierta. No tenemos ninguna reserva, damos por hecho que encontraremos amarre, venimos de lejos, sin cobertura. Mi amigo Gianni me recomendó en Preveza su puerto base, el Circolo Náutico NIC, una de las marinas deportivas de la ciudad, todas en el puerto.

Llamo por VHF.

-  Circolo Náutico NIC, Circolo Náutico NIC, here is sailing vessel Sargantana. Do you read me? Over

No hay respuesta. Repetimos varias veces. No hay respuesta. Llamamos por teléfono. No hay respuesta. 

Tras cincuenta y dos horas de navegación, la soledad y el silencio saben a plomo derretido en el decorado desierto y caluroso de este puerto, un domingo de agosto a las cuatro de la tarde.

Pero a estas alturas de viaje tenemos recursos y sabemos buscarnos la vida. Nos dedicamos a recorrer lentamente los muelles y pantalanes, a la búsqueda de algún alma resucitada de la siesta. Desde la distancia vemos los muelles cubiertos ligeramente por arenilla negra, una especie de carbonilla, que les da un aspecto un poco sucio y abandonado. Sin duda es culpa del Etna, que se ha debido enfadar últimamente, y del viento norte, que en ocasiones se alían para hacer de esta ciudad la única del mundo en la que la nieve cae en forma de arena negra.

Como era de esperar, aparece finalmente el marinero. Un señor mayor, alto, enjuto, vestido con un pantalón corto o un bañador azul y sin camiseta, que nos ha visto dar vueltas y más vueltas y ha debido llegar a la conclusión de que el tema iba con él. No llegué a preguntarle su nombre, pero diría que tiene cara de llamarse Vito.

Le vemos acercarse, parsimonioso, seguido por un perro grande y blanco, quizá un golden retriever.

Esta versión de marinero nos faltaba en este viaje. Que recuerde, hemos tenido casos de marinero solo, de marinero con pareja, de marinero con pareja en neumática, en trío, de “marinero con familia cenando en el pantalán”, y hasta un caso de “marinera aficionada haciendo jogging que pasaba por allí y se para a ayudar”, pero nunca habíamos tenido la versión  “marinero con perro pero sin camiseta”. La vida te da sorpresas, no hay duda.

Vito recorre el pantalán arriba y abajo, varias veces. Se para frente a una plaza libre. Nos llama, voy para allá. Inicio la maniobra. Mueve la cabeza. No le gusta. Se va sin decirnos nada. Ni nos mira. Le seguimos obedientemente. Lucía y yo alucinamos. Volvemos a verle unos metros más allá en otra plaza libre. Esta sí. Esta tiene que ser la buena.

Vito se para frente a la plaza libre, erguido como un torero en el ruedo frente al tendido de sol. Levanta la mano y nos cita. A pecho descubierto. Nunca mejor dicho.

Obedientemente coloco al Sargantana perpendicular al pantalán, y doy marcha atrás muy despacio, camino del amarre.

Todos los actores están en su lugar

Lucía, guantes puestos, bichero en ristre, maldice entre dientes mientras se prepara en la banda para recibir la guía mugrienta del muerto de proa. Porca miseria.

Vito, que aprovecha para iniciar una animada charla con nuestros próximos vecinos de pantalán, que asoman la cabeza, nos miran, y maldicen que haya tenido que elegir precisamente la plaza de su costado a la hora de la siesta. Porca miseria.

El perro, que parece ser el único que me hace caso y no maldice, mueve el rabo en señal de bienvenida y me mira fijamente y con la boca abierta. 

Visto el elenco, me tira más el perro y por un momento pienso si no será mejor pasarle el cabo de amarre en vez de a Vito. Lo descarto cuando veo que Vito por fin deja a los sicilianos tranquilos, le pasa la guía a Lucía (¡mierda, viene llena de mejilloneeees!) y decide finalmente prestarme atención.

Es la mía. Le paso los cabos antes de que se arrepienta como la otra vez, Y menos mal que no hay viento, porque Vito, esta tarde, es un señor que va a cámara lenta. Ya se sabe, el domingo, agosto, la siesta y todo eso.

Pero nada, atraque perfecto. Barco en su sitio. Antes de cualquier otra cosa,  nos saludamos

- Good afternoon
- ghftgff Jjhtr, capitano

No está claro si me ha respondido en inglés o en italiano. Decido que debe ser alguna variante muy local, y quizá en recesión, del dialecto siciliano. Ahora entiendo lo del VHF, doy gracias mentalmente de que no me haya respondido. Ciertas cosas, mejor en privado…

Vito se despide con un “arrivederci” que entiendo al final de un párrafo que no entiendo, pero que intuyo viene a significar  “los papeles y el dinero en la oficina mañana, que ahora está cerrada; agua y luz, aquí en las torretas del pantalán; que lo paséis bien, y para la próxima a ver si no llegáis en plena hora de la siesta, coño”. No es tan complicado el siciliano.

El perro le sigue, pero antes me mira y mueve el rabo, lo que intuyo viene a significar “me voy con éste, pero vuelvo a la hora de la cena, me tumbo aquí en el pantalán, os hago compañía, y si cae algo, pues eso. Y por cierto, esta que viene contigo tiene pinta de que nos tiene manía a los perros. A ver si haces algo, pero lo veo difícil”.

Todo claro.Y así ocurrió ni más ni menos. Perro listo.

Por lo demás Catania es una ciudad magnífica, como toda Sicilia. La visitamos quizá menos días de los que merece, pero Lucía no está del todo bien, y ya vamos con el metrónomo en modo rápido por la amenaza de tormentas.

Impresionan sus calles rectas y larguísimas, sus palacios y ese aspecto de ciudad reconstruida y revivida tras una catástrofe. Incluso la arenilla negra que lo invade todo la enmarca y le da un aspecto único. 


Visitamos su mercado y el centro, pero dejo que Lucía dé los detalles, que, como dijo el otro, “llevo ya mucho escrito y me voy a acostar, que estoy un poquillo cansao”.

Solo después de repetirme un test de antígenos al día siguiente de llegar me animo a dejar el barco. 


El malestar durante toda la travesía, que me he pasado con fiebre y la mayor parte del tiempo durmiendo, me ha impedido prepararme para Catania. Así que me pilla de sorpresa esta pequeña joya siciliana. Sobre la marcha leo las tres o cuatro cosas básicas y nos lanzamos a explorarla como siempre hacemos, callejeando sin rumbo fijo, con ideas vagas de cómo se organiza la ciudad y hacia dónde quedan las “cosas que hay que ver” . Y con Google Maps como ayuda. De las “cosas que hay que ver” nos dejamos unas cuantas, como el teatro romano, el castillo Ursino, interiores de iglesias, o los jardines de Villa Bellini: aún no tengo fuerzas suficientes para dedicar demasiadas horas a la visita, la tos me hace ahogarme y me duele todo el cuerpo.


Y el Etna. Cuando salimos de casa, subir al Etna era una de las etapas obligadas de nuestro viaje. Resignados, lo dejamos para el año que viene y me prometo estudiar alternativas, porque el exceso de oferta megaturistica de visitas organizadas que vislumbro durante el paseo me quita las ganas.


Catania me recuerda a Palermo, si bien más chiquita, menos monumental y oscurecida por la arenilla negruzca que se deposita en todas partes, principalmente en las aceras y las calzadas. En el mercado al aire libre, ese que se ubica a espaldas del duomo y que es en sí mismo un barrio de la ciudad, a rebosar de gente y puestos callejeros de todo tipo, principalmente de pescado, chapoteo en el barrillo y pienso que sólo a mí se me ocurre ponerme una falda blanca larga para recorrer Catania. 


Arenilla negra tapízanos las calles de Catania


El puerto está bastante cerca del centro de la ciudad histórica. Lo que más tiempo lleva es salir de él: nuestro pantalán es el último y cuesta sus buenos 15 minutos desandar todo el camino por el muelle, pasar la zona de pescadores y llegar a la barrera de la aduana, que hace las veces de entrada al recinto.



Después, hay que cruzar las vías y tirar cuesta arriba por una calle un tanto maltrecha. Unas decenas de metros más allá, de golpe, sin previo aviso, se ve a mano izquierda la plaza con el teatro Bellini y la fuente dorada en el centro, el teatro en que María Callas interpretara su “Norma” para conmemorar el 150 aniversario del nacimiento del compositor. A estas alturas ya sé que Vincenzo Bellini es originario de Catania, está enterrado en la catedral y la orgullosa ciudad le rinde homenaje y lo exhibe a los visitantes en múltiples muestras y conciertos. 





A partir de ahí se suceden iglesias, palacios y diferentes muestras del barroco siciliano, en gran medida resultado de la reconstrucción de la ciudad a partir del siglo XVII. Se considera que el puerto de Catania fue el epicentro del terremoto de 1693 que destruyó decenas de ciudades de la zona, incluida Catania, y mató a las dos terceras partes de su población. De la ciudad sólo quedaron en pie el castillo y tres ábsides de la catedral. 


Llegamos al duomo, consagrado a Santa Ágata, con su plaza a rebosar de turistas en grupos, caminando como sonámbulos, guía en mano, tratando de identificar la entrada a la catedral entre los carteles y cintas que cortan el paso natural y organizan accesos y salidas en tiempos Covid. De turistas refugiados bajo las sombrillas de las terrazas que se apretujan alrededor de la plaza, pegadas a las fachadas  y dejando en medio un espacio abierto, abrasado por el sol. De turistas con móviles que hacen cola para fotografiarse en el obelisco egipcio sobre el elefante de lava, emblema de la ciudad, poniendo morritos y posturas aprendidas de Instagram. Si es verdad que el obelisco protege a Catania del Etna, con tanta tontería debe estar pensándoselo.



La plaza nos traga y, por un instante, nos vuelve dos sonámbulos más, tratando de situarnos, de encontrar entradas y salidas, y ubicar la vía Etnea, la larguísima avenida de tiendas internacionales con el decorado del Etna al fondo, que es una de las “cosas que hay que ver”. La plaza y la catedral se salvan del negror de las calles y son blancas y refulgentes. La fachada de la catedral, de Vaccarini, es dramáticamente barroca, de proporciones colosales, con esa exageración de las tres alturas, la profusión de columnas y adornos de estatuas, y en mármol blanco, que la hace aún más ostentosa.



Plaza de la Universidad, palacio de San Gulliano, restos del circo Romano, Vía Crociferi, que se llama así por estar plagada de iglesias. La paseamos con parsimonia y tomamos una cerveza en un pequeño colmado familiar con cuatro mesas en la acera.







No me dan las fuerzas para más. De regreso al barco, paramos en un supermercado grande que nos hace dos regalos: servicio a domicilio y cerveza sin gluten. Qué más se puede pedir. 




Pasamos el resto de la tarde en el barco y al día siguiente nos despedimos de Siracusa y del Etna, que dejamos por popa, y completamos la etapa que nos llevará a Siracusa en rumbo directo.



 


domingo, 22 de agosto de 2021

Etapa 18: Preveza - Catania. Cinema Paradiso (1988)



Diez de la mañana. Recorremos por última vez el canal de aproximación a Preveza, en dirección oeste, hacia Sicilia. Es viernes y el parte anuncia viento moderado del norte en la primera mitad del viaje y vientos flojos en el Jónico italiano. Nuestro rumbo será casi oeste, camino de Catania, a unas 280 millas. 



A esta hora el sol está ya alto y se va disipando la bruma de casi todas las mañanas. En principio, debería ser un primer salto tranquilo para el viaje de regreso, pero Lucía no se encuentra bien. Tos, fiebre. Una gripe o un catarro que no sería demasiado problema en época pre-COVID, pero que en estos tiempos sí intranquiliza. Un test de antígenos da negativo, así que decidimos salir.



Αντίο, Ελλάδα. Hasta la vista Grecia. Queda mucho viaje todavía, pero el objetivo era Grecia y quizá es un buen momento para hacer balance. Un montón de jirones de recuerdos y de nostalgia se suceden y se superponen, como en la famosa escena de Cinema Paradiso, entretejidas con la música sublime de Ennio Morricone. Una película rodada en Sicilia, por un director siciliano (Giuseppe Tornatore), una de mis películas más queridas.

Han sido cuarenta días navegando el Jónico. Casi cincuenta contando el Jónico italiano. Más o menos lo previsto, al menos hasta que aparecieron los problemas eléctricos y de la transmisión. Seis semanas que nos han sabido a poco, han pasado como un suspiro y nos dejan muchas ganas de volver. Nos ha faltado llegar a Zakinthos y quizá una visita a la costa continental al sur del golfo de Corinto.


Tenemos que volver a Grecia, porque navegar por aquí es diferente a todo lo que habíamos hecho hasta ahora. No hay comparación posible con las costas de España o Italia. Muchísimos más barcos, sobre todo veleros (muchos de alquiler), pero en un espacio infinito para navegar y para fondear. Incontables islas, puertos, calas y playas. Han sido semanas de descubrir lugares fascinantes, de conocer gente nueva, de otra comida, otros olores, otras costumbres, de sorprendernos con algo nuevo casi cada día.



Hemos aprendido mucho. Una infinidad de habilidades, de prácticas, de técnicas y de detalles que ignorábamos y nuevas experiencias que nos servirán para futuros viajes. Esta es una forma de navegar distinta. Nuevas maniobras y prácticas que aprender, pero sobre todo hemos descubierto una nueva forma de relacionarnos con los lugares que visitamos y con la gente que nos encontramos

En realidad en Grecia no se navega, al menos en la forma en la que hemos venido navegando hasta ahora. En Grecia, en el Jónico y seguramente en el Egeo, se salta de isla en isla como una especie de rayuela infinita.


Estamos acostumbrados a travesías maratonianas, singladuras de cincuenta o sesenta millas. Días de piloto automático y de pocos barcos en el horizonte, de preocuparnos sólo por el viento y por el rumbo con la concentración de un piloto de rally. De zarpar por la mañana y fondear por la noche, de no bajar a tierra más que para repostar o comprar suministros.


En Grecia, al menos una vez que estás aquí, no planeas una travesía diaria sino más bien el fondeo al que te mueves ese día, casi siempre a dos o tres horas de distancia. En Grecia tienes más tiempo para bajar a tierra, y más tiempo para todo. Casi en cada cala hay una taverna a la que te gustaría bajar. Casi en cada puerto querrías alquilar un coche para poder sumergirte en un país diferente.




Como ya nos habían anticipado, la temporada ideal en Grecia empieza antes y probablemente deba terminar también antes de lo que hemos hecho este año. Hace demasiado calor en agosto (incluso en julio) y los vientos térmicos, secos y asfixiantes, te complican los desplazamientos y llegan a exasperarte. No puedo ni imaginarme lo que será el terrible meltemi del Egeo. En Grecia hace calor, mucho calor.





En Grecia necesitas muchos chismes para navegar que raramente usas en España. Necesitas una pasarela. Cuando amarras en un puerto la popa del barco suele estar a más de un metro del muelle (para evitar escollos y golpes por olas inesperadas). Es imprescindible tener una pasarela cómoda, ligera y fácil de instalar y estibar. Nosotros tuvimos que comprar una barata, un simple tablón de madera, a toda prisa en Preveza . Este invierno habrá que reemplazarla por una más funcional, con un buen arraigo en la popa y un sistema para elevarla.

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También necesitas cadena, mucha cadena, y un buen ancla que agarre en arena, barro y posidonia (sí, en Grecia no hay restricciones a fondear en posidonia, igual porque tienen de sobra). Necesitas un gancho para desenganchar anclas (algo que pasa regularmente y que se toma con toda naturalidad). Este es el que compramos, también en Preveza.


Necesitas cabos largos para fondear con cabo a tierra. Es interesante tener un buen sistema para anclar por popa (aunque este año no lo hemos necesitado). 

Y necesitas mucha energía. Muchas baterías y placas solares. El calor exige mucho trabajo a la nevera, y es incómodo estar permanentemente pendiente del nivel de carga y de arrancar el motor cuando baja demasiado. Si no aire acondicionado (planteable), al menos es imprescindible tener ventiladores. Además el consumo de electrónica cada vez es mayor. En nuestro caso eso implica instalar un arco en la popa para poder montar placas solares rígidas adicionales y por supuesto un parque de baterías con suficiente capacidad.



Este año hemos aprendido también que en viajes largos, sobre todo ahora que el barco tiene unos añitos, es inevitable afrontar problemas mecánicos y, en general, cosas que se rompen o dejan de funcionar. Desde el plotter, que ya no lee la tarjeta de memoria con las cartas, la radio auxiliar VHF de cubierta, que ya no se conecta, los descosidos de la capota, las roturas del enrollador del génova o los problemas con los cables de los móviles, hasta quedarnos sin baterías de servicio o sin retenes en el saildrive. 


Muchos problemas que ha habido que arreglar o soslayar. Algunos por pura fatalidad, pero otros quizá evitables con más mantenimiento preventivo. La nevera, el molinete, las velas y, en general, toda la electrónica son elementos a revisar durante el invierno para tratar de prevenir problemas.



Los griegos son gente encantadora. Los percibes cercanos, tanto en su forma de hablar como en su forma de ser y su cultura. Eso sí, el idioma hace las cosas difíciles, sobre todo el hecho de no poder leer con soltura su alfabeto. Cada cartel es un jeroglífico. Cierto, una gran mayoría de las personas con las que interaccionas habla inglés, pero vamos a tratar de acercarnos más a su idioma y su cultura (de hecho Lucía ya me lleva ventaja). Este año hemos interaccionado con mucha gente, pero no tanto con locales, y es evidente que hay muchas cosas fascinantes que descubrir en ellos.



Tenemos decido traer al Sargantana a Grecia de forma permanente. El viaje de ida y vuelta es largo y pierde bastante interés una vez que lo has hecho varias veces. Grecia es el gran aparcamiento invernal de veleros de Europa. Hay miles de ellos en las “marinas secas” que encuentras por todas partes. Sea en Preveza o en otro sitio, es mucho más práctico y más barato hacer lo que tantos ingleses, holandeses o alemanes. Tener una base en Grecia nos permitirá viajar al Egeo, a Turquía, a Creta, a tantos sitios inaccesibles desde España.


Al menos en mi caso, ya pienso en el año que viene tanto o más que en el resto del viaje, como cuando planificábamos un nuevo año fiscal con muchos meses de antelación en mi época laboral. Nada malo, todo lo contrario. Planear y preparar un viaje es casi tan fascinante como viajar, y ahora Lucía y yo tenemos todo el tiempo del mundo. Hay mucho que hacer, y abril está más cerca de lo que parece.


Ahora nos toca navegar el sur de Sicilia. Queremos tratar de ir a Malta, aunque los planes habrá que ajustarlos a la meteorología. En España el tiempo está revuelto. Tormentas en toda la península y una DANA amenazando, como siempre, al Levante a finales de agosto. Lo habitual. Sabemos que dentro de unos pocos días las borrascas se moverán hacia el este y nos las encontramos en Sicilia y luego en Cerdeña, así que habrá que estar atentos.