Impresionan sus calles rectas y larguísimas, sus palacios y ese aspecto de ciudad reconstruida y revivida tras una catástrofe. Incluso la arenilla negra que lo invade todo la enmarca y le da un aspecto único.
El malestar durante toda la travesía, que me he pasado con fiebre y la mayor parte del tiempo durmiendo, me ha impedido prepararme para Catania. Así que me pilla de sorpresa esta pequeña joya siciliana. Sobre la marcha leo las tres o cuatro cosas básicas y nos lanzamos a explorarla como siempre hacemos, callejeando sin rumbo fijo, con ideas vagas de cómo se organiza la ciudad y hacia dónde quedan las “cosas que hay que ver” . Y con Google Maps como ayuda. De las “cosas que hay que ver” nos dejamos unas cuantas, como el teatro romano, el castillo Ursino, interiores de iglesias, o los jardines de Villa Bellini: aún no tengo fuerzas suficientes para dedicar demasiadas horas a la visita, la tos me hace ahogarme y me duele todo el cuerpo.
Y el Etna. Cuando salimos de casa, subir al Etna era una de las etapas obligadas de nuestro viaje. Resignados, lo dejamos para el año que viene y me prometo estudiar alternativas, porque el exceso de oferta megaturistica de visitas organizadas que vislumbro durante el paseo me quita las ganas.
Catania me recuerda a Palermo, si bien más chiquita, menos monumental y oscurecida por la arenilla negruzca que se deposita en todas partes, principalmente en las aceras y las calzadas. En el mercado al aire libre, ese que se ubica a espaldas del duomo y que es en sí mismo un barrio de la ciudad, a rebosar de gente y puestos callejeros de todo tipo, principalmente de pescado, chapoteo en el barrillo y pienso que sólo a mí se me ocurre ponerme una falda blanca larga para recorrer Catania.
El puerto está bastante cerca del centro de la ciudad histórica. Lo que más tiempo lleva es salir de él: nuestro pantalán es el último y cuesta sus buenos 15 minutos desandar todo el camino por el muelle, pasar la zona de pescadores y llegar a la barrera de la aduana, que hace las veces de entrada al recinto.
Después, hay que cruzar las vías y tirar cuesta arriba por una calle un tanto maltrecha. Unas decenas de metros más allá, de golpe, sin previo aviso, se ve a mano izquierda la plaza con el teatro Bellini y la fuente dorada en el centro, el teatro en que María Callas interpretara su “Norma” para conmemorar el 150 aniversario del nacimiento del compositor. A estas alturas ya sé que Vincenzo Bellini es originario de Catania, está enterrado en la catedral y la orgullosa ciudad le rinde homenaje y lo exhibe a los visitantes en múltiples muestras y conciertos.
A partir de ahí se suceden iglesias, palacios y diferentes muestras del barroco siciliano, en gran medida resultado de la reconstrucción de la ciudad a partir del siglo XVII. Se considera que el puerto de Catania fue el epicentro del terremoto de 1693 que destruyó decenas de ciudades de la zona, incluida Catania, y mató a las dos terceras partes de su población. De la ciudad sólo quedaron en pie el castillo y tres ábsides de la catedral.
Llegamos al duomo, consagrado a Santa Ágata, con su plaza a rebosar de turistas en grupos, caminando como sonámbulos, guía en mano, tratando de identificar la entrada a la catedral entre los carteles y cintas que cortan el paso natural y organizan accesos y salidas en tiempos Covid. De turistas refugiados bajo las sombrillas de las terrazas que se apretujan alrededor de la plaza, pegadas a las fachadas y dejando en medio un espacio abierto, abrasado por el sol. De turistas con móviles que hacen cola para fotografiarse en el obelisco egipcio sobre el elefante de lava, emblema de la ciudad, poniendo morritos y posturas aprendidas de Instagram. Si es verdad que el obelisco protege a Catania del Etna, con tanta tontería debe estar pensándoselo.
La plaza nos traga y, por un instante, nos vuelve dos sonámbulos más, tratando de situarnos, de encontrar entradas y salidas, y ubicar la vía Etnea, la larguísima avenida de tiendas internacionales con el decorado del Etna al fondo, que es una de las “cosas que hay que ver”. La plaza y la catedral se salvan del negror de las calles y son blancas y refulgentes. La fachada de la catedral, de Vaccarini, es dramáticamente barroca, de proporciones colosales, con esa exageración de las tres alturas, la profusión de columnas y adornos de estatuas, y en mármol blanco, que la hace aún más ostentosa.
Plaza de la Universidad, palacio de San Gulliano, restos del circo Romano, Vía Crociferi, que se llama así por estar plagada de iglesias. La paseamos con parsimonia y tomamos una cerveza en un pequeño colmado familiar con cuatro mesas en la acera.
No me dan las fuerzas para más. De regreso al barco, paramos en un supermercado grande que nos hace dos regalos: servicio a domicilio y cerveza sin gluten. Qué más se puede pedir.
Pasamos el resto de la tarde en el barco y al día siguiente nos despedimos de Siracusa y del Etna, que dejamos por popa, y completamos la etapa que nos llevará a Siracusa en rumbo directo.