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lunes, 25 de julio de 2016

Día 3: Mallorca - Cerdeña (I). Por un instante el viento

El día empieza en Sa Rápita. Hemos llegado a las 0700 y nos dicen por la radio que no abren la gasolinera hasta las ocho. Eso sí, nos permiten abarloamos al  muelle y esperar tranquilamente dentro del puerto desierto. Se agradece porque estamos cansados después de dos noches seguidas navegando y ahora no hay muchas ganas de echar el ancla.

La mañana es luminosa y muy cálida. El mar está plano y se ven bastantes barcos fondeados junto al puerto.

El más grande de todos es nuestro viejo amigo el megayate A. Por supuesto, no conocemos ni al billonario ruso ni a su mujercita Ana, pero ya nos encontramos con el A hace casi un año en Cerdeña y a estas alturas son como de la familia. Lamentablemente, los rusos no parecen estar despiertos a estas horas de la mañana, seguramente efecto del vodka, y decidimos no hacerles una visita para el desayuno, que igual no les viene bien. Otro año será.


La parada en Sa Rápita es casi tan veloz como las del equipo Mclaren en sus buenos tiempos. Todavía no son las ocho y cuarto y ya hemos rellenado el depósito de gasoil, el depósito de agua, la nevera de hielo, la bolsa de pan, y hasta tenemos ensaimada para desayunar, comprada en la cafetería del puerto. Porque hay que celebrar como se merece la primorosa maniobra de atraque y desatraque de Lucía que, lamentablemente, no tiene más testigos que el gasolinero, un señor alemán en pijama (que no se sabe muy bien qué hace en la cubierta de su velero) y yo mismo. Poco público. Una pena.


Y hete aquí que un rato después salimos otra vez del puerto, muertos de sueño, y ponemos rumbo Este. Nos esperan 240 millas hasta Cerdeña que nos llevarán al menos dos días y sus noches.

De inicio, todo igual que siempre. Viento del sur flojito, motor y mucho calor. Pero todo cambia sobre las 12. El viento rola a Norte y sube a 6-7 nudos que nos permiten, por fin, velear. Sacamos el gennaker y quitamos motor. Aleluya.

La felicidad es completa. Todos los trabajos y mejoras en el barco que hemos hecho este invierno, parecen funcionar.  El gennaker nos hace navegar a 5 nudos con sólo 6 de viento. El monitorizador de batería muestra que las placas solares las mantienen cargadas aun con la nevera, el piloto y los múltiples chismes conectados. Todo perfecto. Nos damos un pequeño homenaje en forma de almuerzo para celebrarlo.  Pero....

Murphy otra vez. El viento cae a las dos horas. Y hay que quitar el gennaker a toda prisa y volver a arrancar el motor.

Y de ahí en adelante seguimos a motor y sin velas. Mar de fondo incómoda y poco viento que hace bambolear al Sargantana como un sonajero. No hay un barco, ni a la vista ni en el AIS, así que dormitamos toda la tarde.

Me toca la primera guardia. Estoy bastante cansado, noto que ya me va haciendo falta una dormida larga después de tantos días de sueño a retazos. Me instalo en el salón con una novela de Pérez Reverte, la pantalla de radar y de AIS y un ron con hielo. Ahí fuera estará oscuro como boca de lobo hasta que salga la luna a eso de medianoche, pero aquí abajo se está bien.

Mañana más.

Te honra reconocer que mi atraque fue bueno. ¿Te preguntas qué hacía ahí el alemán en pijama? Muy sencillo, le despertaron tus gritos tratando de corregir una maniobra perfecta. Tú sabrás por qué. 

Día de gennaker dedicado a nuestro amigo Julio, que nos suspendió la última vez que se embarcó con nosotros. Todavía faltos de práctica con esta vela que aún me intriga, hoy conseguimos la suficiente tranquilidad como para no estar a cada segundo mirando arriba, pendientes del mínimo flameo. Hasta el punto de bajarnos a hacer la comida y comer sin prisas en cubierta. Glorioso.

He dedicado una buena parte de la jornada a leer el libro de Claudia Roselló y su aventura a bordo del Ulises. Más o menos novelado, mejor o peor escrito, me quedo con la subyugación que puede ejercer el mar en alguien que vivía de espaldas a él para dejarlo todo y meterse en un espacio minúsculo e incómodo, dispuesto a echarse millas a la espalda. Reconozco la sensación. Comparto la fascinación de descubrir las pequeñas cosas que te brinda el barco. Como la vista desde el mar, que te hace descubrir una perspectiva de la costa y las ciudades totalmente diferente. O los grandiosos atardeceres rojos de cielos limpios, que primero te fascinan y a los que después acabas acostumbrándote, convirtiéndolos en un hábito.

Como el de esta tarde, sobre un mar absolutamente en calma. La superficie del agua parece metálica, como un plato de mercurio. Recuerdo inmediatamente que ya lo he visto, ese mismo color, en una tarde lejana en Rías Baixas. Tengo que hacer un esfuerzo para decirme a mí misma que no, que no lo he vivido ya, que este atardecer es único. Me prometo de aquí en adelante contemplar cada puesta de sol como si fuera la primera, para guardar algo de esa ilusión infantil de las primeras veces.

Me voy a dormir sin cenar, tengo el estómago revuelto de tanto bamboleo. A las tres y media Luis me despertará y tengo que llegar en forma.

Buenas noches y buen viento.


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