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miércoles, 7 de junio de 2023

Kilada. Sentina seca.

Correos nos comunica que nuestro calentador nuevo está a punto de llegar y nosotros corremos hacia Kilada. Un mal chiste, sin duda, pero peor ha sido el chiste de tres semanas perdiendo agua dulce en la sentina, vaciándola cada día y vigilando continuamente el nivel de agua en el depósito. Cualquiera de los dos digno de una casette de Arévalo.

En Kilada recogemos nuestro nuevo termo de agua caliente 

Disfrutamos de la travesía hasta Kilada. El Argólico tiene a bien despedirnos con un viento de través que nos permite velear a toda velocidad las poco más de 20 millas desde Nauplia.

Al llegar decidimos fondear en vez de tratar de encontrar un amarre en un muelle. Kilada tiene un puerto que casi todo el mundo critica por pequeño, caro, con agua salobre y (según dicen) permanentemente ocupado por un individuo francés, dueño de varios veleros de charter.

La bahía de Kilada, una especie de laguna salada de agua poco clara, con ocho metros de calado máximo, plagada de barcos fondeados y cerrada al oeste por una isla privada 

En realidad, para reemplazar el calentador no necesitamos puerto. Nos basta con recoger nuestro paquete en el lugar de entrega: el taller de Popi, la dueña de una velería local, amiga de un amigo, que nos ha hecho el favor de recibirlo en su tienda. Nuestra gratitud eterna a Popi y Sergi por ayudarnos con la entrega, y por supuesto a Manel y Dani, que consiguieron gestionar el envío rapidísimo de un aparato que nos fue imposible encontrar en Grecia. Cómo mola tener amigos así.

Kilada tiene poco que contar. Un pueblo muy pequeño que, además de la pesca, tiene como principal fuente de riqueza el negocio de los varaderos. Muchos europeos y, entre ellos, muchos españoles, guardan aquí sus barcos durante el invierno. Y, por supuesto, los reparan, equipan y ponen a punto. Esa clientela permite sostener una red de pequeñas empresas y profesionales, mecánicos, veleros, carpinteros, tapiceros. que dan al pueblo una evidente prosperidad. 

Llegamos en el dinghy al paseo de Kilada, que está desierto

En un primer viaje hacemos la colada en el autoservicio de la gasolinera, al final  de los varaderos 

En la gasolinera también cargamos una garrafa de diésel 

Conseguimos acomodar calentador y garrafa en el pequeño dinghy

En Kilada instalamos con éxito el nuevo calentador y, antes de continuar nuestro camino hacia el golfo Sarónico, tenemos la oportunidad de visitar la gran atracción turística local, la extraordinaria cueva Franchti.

Esta cueva enorme se abre en la costa norte de la bahía, frente al pueblo, y es un yacimiento arqueológico de primera magnitud. Fue habitada en el Paleolítico y el Neolítico y tiene como peculiaridad una bonita laguna de agua transparente en su interior.

La cueva está abierta al público y cuidada por un guarda. Desde la imponente sala principal, con restos de edificaciones de sus habitantes prehistóricos, se puede trepar con bastante facilidad por la pared de rocas de un derrumbe y llegar hasta la segunda sala, no menos impresionante.

Tenemos la suerte de estar totalmente solos en la cueva y de poder recorrerla en su absoluto silencio, roto apenas por el alboroto ocasional de los vencejos  que la habitan. La cueva nos causa una impresión difícil de describir, la de un lugar con muchos miles de años de historia en cada una de sus piedras. Imposible decir algo más elocuente que lo que transmiten las fotografías.

Llegamos en dinghy al embarcadero

Un camino señalizado por borde del mar lleva hasta la cueva  

La sala principal de la cueva está bien cuidada y balizada y tiene cartelones explicativos. El acceso es gratuito  

Trepamos las rocas del derrumbe, al fondo de la sala

Al otro lado del derrumbe se desciende a una segunda sala

En esta segunda sala está la laguna 

La laguna de aguas cristalinas e inmóviles, en la segunda sala

Escalamos un segundo derrumbe, al fondo de la sala de la laguna

Se ve la luz del sol en lo alto

El segundo derrumbe se abre al exterior

Y muere en una hendidura del terreno de paredes verticales. Luis no puede sino fijarse en las clavijas de escalada que salpican uno de los farallones
 

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