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jueves, 22 de julio de 2021

Etapa 10: Preveza y Golfo de Amvrakikos. Gente corriente (1980)


Solemos navegar solos. En pareja. Nuestros viajes en el Sargantana son casi siempre solitarios, introspectivos, íntimos, casi de retiro espiritual (incluso cuando costeamos y tenemos cobertura). Somos dos y basta. No sobra nadie, pero tampoco falta nadie.

Pero curiosamente una de las maravillas de una travesía larga es la manera tan intensa con la que, a veces, llegamos a relacionarnos con otra gente. En ciertos puertos, o incluso en fondeos, te encuentras con gente que, por alguna razón inexplicable, se te queda prendida como jirones en un clavo. Se pueden llamar Marcel y Lena, o Domingo y Liliana, o Mitxel y Olga, o Manel, o Kiko. Da un poco igual. Gente corriente que no se cruza contigo como barcos en la noche, Gente que aparece en tu vida por una secuencia de azares y de casualidades, y que se queda. Amigos que trae el mar a tu playa como restos de un naufragio. Gente de mar.

Estos últimos días los hemos pasado en Preveza y alrededores, y se nos han quedado grabados por el contraste entre soledad y compañía, entre tranquilidad y frenesí.

Salimos de Preveza a media mañana camino del Golfo de Amvrakikos. Hemos solucionado (creemos) los problemas con las baterías. Han sido dos días frenéticos de pruebas, de reparaciones, de compras en el supermercado, de trabajar sin pausa, pero estamos contentos de que, por fin, el barco parece estar en condiciones de navegar sin problemas.



No hemos hablado con nadie. Bueno, sí, con el mecánico que nos ha cambiado el aceite y los filtros. Un tipo que nos han recomendado en Navily, un poco siniestro, aunque probablemente competente. No acabamos demasiado satisfechos. En su haber, que, además, nos ha detectado y arreglado un problema en nuestro circuito de refrigeración (teníamos una fuga de la que no éramos conscientes). En su debe, que el precio fue bastante más del que esperábamos y, sobre todo, que se negó a ponerse mascarilla dentro del barco. Acabó teniendo un incidente con Lucía. Quizá el único griego antipático que hemos encontrado hasta ahora. Aparte de este tipo y de la gente de las tiendas, nuestra actividad social en Preveza ha sido casi nula.

El Golfo de Amvirakikos es un lugar poco corriente. Un inmenso mar interior que conecta con el Jónico a través de un estrecho canal en Preveza. No es un destino turístico habitual, pero nos atrae porque nos recuerda un poco al Mar Menor, aunque sabemos que sus aguas son verdosas, mucho menos transparentes que el agua del Jónico, y sin calas o playas famosas. 


Lo habíamos apuntado en nuestra hoja de ruta como un lugar interesante a conocer y no nos decepciona. Lo recorremos de Oeste a Este, con un viento de aleta que nos hace prácticamente volar, solo con el génova, hasta el final del estuario. 


Fondeamos en una cala muy amplia pero muy resguardada, casi en completa soledad, con el único sonido de las cigarras y de los rebaños de ovejas de los campos cercanos. Pueblos lejanos, pero nadie a la vista. Paz total.



Pero paz que dura muy poco porque, cómo no, las baterías vuelven a fallar y se quedan a cero durante la noche. Se veía venir. Decidimos que ya está bien de pruebas y de dudas. Hay que cambiarlas inmediatamente, sea en Preveza o en Lefkas.

Y volvemos a Preveza. Y sí, por fin cambiamos las baterías. Y nos volvemos a quedar otro par de días, aunque esta vez todo es diferente. Nuestros amigos del Krait están en la ciudad, amarrados al muelle municipal junto con otro par de barcos españoles. Nos uniremos por unos días a la flotilla.



Es nuestra primera experiencia en un puerto griego “de los de verdad”. Amarre con ancla y cabos al muelle, que nos aseguran Carlos (del Krait) y un tipo anónimo que pasaba por la calle. Porque los puertos griegos son así. Necesitas a alguien que te amarre unos cabos a tierra y aparece un vecino, o incluso un paseante, a echarte una mano. Nada que ver con las marinas pulcras y asépticas (y caras) como Marina Preveza, con baños nuevos y relucientes y marineros solícitos que te ayudan a atracar. Precios ridículamente bajos. Ocho euros noche frente a 55 en Marina Preveza.

Contrastes. Pasamos otros tres días en el muelle de Preveza. Intensos, sociales, con la popa literalmente a tres metros de un paseo marítimo por el que cada tarde pasean familias griegas al completo. Los barcos se suceden en una fila infinita, costado con costado, y los paseantes nos miran como se miran escaparates, con la curiosidad del que pasea por un zoo.





Pero no nos importa. Ni eso ni el ruido continuo que sólo se apaga de madrugada y a la hora de la siesta. El muelle es como un gran zoco. Los vendedores pasan en triciclos ofreciendo de todo, desde agua o hielo, pescado y aceitunas, hasta gasoil a domicilio en camionetas con tanques pequeños. Un pandemónium vital y maravilloso que te hechiza.


Y nuestra vida social se dispara. Salimos a cenar con nuestros compañeros de flotilla. Conocemos a Liliana y Domingo y descubrimos que nuestras respectivas vidas son curvas llenas de tangentes y de coincidencias, y que compartimos algo más que un café en el bar de un puerto remoto.




Disfrutamos Preveza de una forma totalmente distinta a la de hace unos pocos días, en compañía. Metidos de lleno en la ciudad, en sus ruidos infinitos y sus olores a pescado a la brasa. Entre gente de mar.

Volveremos, sin duda. La opción de invernar el Sargantana aquí, en Marina Cleopatra, es atractiva; nos cuentan que los precios están bien y la calidad y el cuidado de los barcos son muy buenos. Pero, sobre todo, es que nos gusta Preveza.

Cómo no prendarte de una ciudad que acogió los últimos 32 días de la vida de Kostas Karyotakis, uno de los poetas griegos más importantes de la generación de 1920. De la ciudad que presenció sus dos suicidios: el primero, fallido por nadar demasiado bien; el segundo, de un tiro bajo un cafetal. De la ciudad que da nombre a uno de sus últimos (deprimentes y desesperanzados) poemas.

Placa en la casa en la que vivió el poeta

«Preveza»

Muerte son los grajos que se baten
contra los negros muros y las tejas:
muerte las mujeres que son amadas
mientras pelan cebollas.

Muerte las sucias, insignificantes calles
con sus nombres ilustres y ostentosos,
el olivar, el mar en torno, incluso
el sol, muerte de muertes.

Muerte el policía que envuelve,
para pesarla, una porción «escasa»:
muerte los jacintos del balcón
y el maestro y su periódico.

Base y Guardia de Préveza. Pelotón de seis.
El domingo escucharemos la banda.
He abierto en el banco una cartilla:
de treinta dracmas mi primer depósito.

Caminando lentamente por el muelle,
dices: «¿Existo?», y al punto: «¡Tú no existes!».
Llega un barco. Izada la bandera.
Quizás quien viene es el señor Prefecto.

Si al menos entre esta gente
uno muriera de hastío…
Silenciosos y tristes, recatados,
nos divertiríamos todos en el funeral.

Kostas Karyotakis, 1928

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