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domingo, 16 de abril de 2023

Paros (Naoussa). Abierto hasta el amanecer

Hoy salimos por fin de Mykonos rumbo sur, hacia la isla de Paros, otro de los nombres míticos del Egeo. Es Domingo de Resurrección de esta Semana Santa que se nos está haciendo interminable, teniendo en cuenta que este año la católica y la ortodoxa caen en semanas consecutivas. El Sargantana está ya reparado y abastecido. Y resurrecto.

La travesía corta, no más de cinco horas. Toda la vela para un descuartelar cómodo, con un ligero mar de fondo que el Sargantana cabalga con suavidad. El cielo sigue limpio de nubes. Día de Gloria.

Poco trabajo para la tripulación. Ni maniobras ni casi trimados. Solo nos queda decidir el lugar de recalada. Tenemos la opción de ir a la capital (Parikia), o a la otra ciudad relevante de la isla (Naoussa). Las guías náuticas no acaban de decidirnos por la una o la otra. Resolvemos pasar primero por la que tenemos más a mano: Naoussa. Luego, ya veremos.

A primera hora de la tarde estamos ya en la bahía de Naoussa. Vemos la ciudad, apenas una línea blanca en la costa, a cuatro o cinco millas. Pero incluso a esta distancia podemos escuchar un ruido sordo, una especie de chunda-chunda que va creciendo a medida que nos acercamos. No puede ser.



Sí es. Naoussa está de fiesta de Pascua. Cruzamos la bocana hacia la dársena casi vacía y nadie parece reparar en nosotros. No es de extrañar, porque la multitud que abarrota las terrazas, las calles, los muelles, los barcos de pesca, todo… está a otra cosa. La música lo llena todo en una especie de pandemónium ensordecedor.

Amarramos y, obviamente, salimos a confraternizar con los locales. Habiendo cumplido nuestras penitencias en Mykonos, estamos ya listos para volver al pecado. Más que listos diría que ansiosos. 


La imagen del fiestón en el puerto y aledaños no desmerece al de la película “Abierto hasta el amanecer”. Vale, no se ve a ninguna Salma Hayek en tanga con una pitón como bufanda, pero casi.

La multitud acaba de comer. Las mesas, todavía cubiertas de platos y vasos, lo invaden todo. Familias enteras vestidas de domingo, con integrantes de tres generaciones (o cuatro), con cara de atracón y sobre todo con síntomas de haberse bebido hasta el agua de los floreros.

Aquí y allá grupos de odaliscas, parenses y foráneas, bailando con el frenesí de las posesas, subidas a las mesas. Sus odaliscos, de pie, en corrillos copa en mano, cantan y se arremolinan a su alrededor sin quitarles ojo. Niños cabrones que tiran petardos a los gatos. Junto a nosotros, en la cabecera de una mesa larga llena de abuelas, padres y nietos, un joven galán está pidiendo matrimonio, rodilla en tierra, a su novia, una parense rubicunda y sonriente que luce tiara y un vestido vaporoso que a duras penas oculta un bombo de desenlace inminente. Un señor gordo, de traje pero en mangas de camisa, claramente el padre de la novia (o del novio), palmotea con regocijo (supongo que por el alivio) mientras todos cantan y ríen.

El chunda-chunda lo llena todo. Vemos un grupo local instalado en una especie de terraza, sobre la plaza. Tocan sin parar esa música que ya nos es familiar, mezcla de folclore griego y turco, pero con un aire fiestero equivalente a nuestra rumba. Parece que les han dado cuerda, encadenan una canción con otra hasta el dolor de cabeza.


Acabamos aburridos de fiesta y de ruido y recorremos una Naoussa de domingo por la tarde, con todo cerrado. Una más de las ciudades de calles estrechas, blancas y limpias, preparadas para los turistas del verano.


Nos quedamos tres días en Naoussa, que a partir del lunes recupera la calma, los niños ya sin petardos. Visitamos Parikia en autobús (sin duda peor sitio para recalar) y continuamos con nuestras tareas pendientes, en el barco, que siempre hay. La oficina del puerto sigue cerrada toda la semana y la estancia nos sale gratis. Un sitio más que recomendable.



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