Esta etapa, entre Salamina y Karystos, la hacemos casi entera en compañía del Grand Cru 2, un extraordinario Hylas de nuestros amigos Gladys y Danny, argentinos de Córdoba y estadounidenses de adopción en Fort Lauderdale (de ahí el título, quizá un poco forzado, pero con resonancias televisivas). Una pareja absolutamente encantadora con la que tuvimos el placer de descubrir uno de los puertos que más nos ha gustado en todos nuestros viajes por aguas griegas: Karystos, en el sur de la isla de Evia.
Nos encontramos con el Gran Cru 2 en Ormos Anavyssou, al suroeste de Atenas. Bueno, en realidad no nos encontramos por casualidad. Conocemos personalmente a Danny y Gladys desde hace un año, cuando cenamos juntos en Galaxidi durante nuestra vuelta a casa. Hemos seguido en contacto con ellos en un grupo de españoles por Grecia y ha sido Danny el que nos ha propuesto (vía Whatsapp) venir a fondear junto a su barco en esta bahía, ya cerca del cabo Sounion. Siguen la misma ruta que nosotros, por lo que continuamos viaje juntos durante unos días hasta la recalada en Karystos, en la isla de Evia.
Karystos es todo un descubrimiento. En nuestra planificación era simplemente una recalada más, un puerto en una ciudad pequeña que encajaba perfectamente para repostar agua y combustible y para hacer la compra en un supermercado. A priori un plan para un día o dos, sin grandes expectativas, aunque ya antes de llegar los pronósticos nos anticipan que habrá que quedarse algún día más para esperar el paso de un breve episodio de vientos fuertes del norte.
Lo primero que nos sorprende al llegar es lo cómodo y cuidado del muelle. Muy amplio, con espacio para al menos veinte barcos. Una gran dársena que permite maniobrar sin apreturas, norays y argollas en buen estado, y la hilera habitual de tavernas y restaurantes que aquí deja mucho espacio al muelle. Torres de agua y electricidad en funcionamiento y un harbour master que responde por la radio, se acerca para indicarte el lugar para amarrar y te ayuda con el atraque. Un lujo.
La segunda sorpresa es el precio. Pagamos dieciocho euros por cuatro noches de estancia. Un precio ridículo, creo que el más bajo que hemos pagado nunca. Un mes en Karystos cuesta como una noche en un puerto de Mallorca.
Y la tercera sorpresa es la isla de Evia, en general, y la ciudad de Karystos en particular. Muy cuidada, muy tranquila y, sobre todo, muy griega. En Karystos, al menos en esta época del año, no hay turistas. De hecho la ciudad no parece diseñada por y para los turistas. Las tiendas son totalmente locales, con muy pocos carteles en inglés. Casi no hay tiendas de souvenirs (sólo vimos una y estaba aún cerrada). La mayoría de los restaurantes ofrecen comida griega de verdad, más allá de las moussakas y los souvlakis, y sus terrazas se llenan de familias locales el domingo a mediodía. Por la noche, el waterfront se puebla de chavales que se congregan para ver y animar al Panaathinaikos en la final de la Euroliga de Baloncesto y salen orgullosos a celebrar que su equipo sí sabe cómo doblegar al Real Madrid, con parafernalia de bengalas y banderas, desfiles de coches tocando el claxon y alegría desbordada.













He titulado este episodio “The Americans” como un guiño (no se si adecuado) para Danny y Gladys, los verdaderos protagonistas de esta etapa. Por las cenas maravillosas e interminables en el restaurante Cavo d’Oro y las noches de copas en nuestros barcos, hablando de nuestras historias, de nuestras vidas, de nuestras familias... Porque recorremos juntos en coche el sur de la isla y descubrimos juntos la playa de Marmaris, las drakóspita de Styra o la cascada del “Lovers bridge”. Porque nos hacemos amigos de aquella manera en la que un hilo invisible te atrapa y sabes que será imposible de romper.
Pero este episodio podría haberse titulado también “The Greeks”, porque creo que nunca hasta ahora habíamos estado tan cerca de los griegos y de su cultura. Desde el harbour master hasta el dueño del taller que nos alquila el coche para visitar la isla, la chavalería exultante y orgullosa de su equipo o el dueño encantador del restaurante, que nos descubre la “mastiha”, el licor fabricado con resina de lentisco en la isla de Chios y del que nos hacemos adictos casi al instante. Todos ellos son griegos de verdad, no de atrezzo. Son los dueños de esta colección interminable de paisajes de postal, habitantes de este país chiquito y tantas veces invadido y golpeado, pero que fue una vez gigante y de alguna forma sigue siéndolo. El país que nos atrae, año tras año, con el magnetismo que no posee ningún otro y que tiene un idioma tan endiablado pero tan cercano al nuestro.
En nuestro recorrido por el sur de Evia paramos en la taverna ΔΙΟΔΟΣ (Diodos) en el pequeño pueblo de Styra. Mientras tomamos unas cerveza podemos ver cómo los clientes de las otras mesas, todos señores mayores, todos tomando café, juegan con una especie de rosario de pocas cuentas, que hacen girar entre los dedos con una extraña maestría. En todos estos años nunca hemos visto nada parecido en ninguna isla griega. No damos crédito, nos tiene embobados el movimiento rápido de las cuentas que se enrollan y se desenrollan de forma frenética.
Preguntamos en voz baja a la dueña del local “What is this game?”. Sonríe. No habla casi inglés pero entiende: “komboloi”. No nos puede explicar más pero Google viene al rescate. El komboloi es el juego tradicional de los hombres griegos (ahora también permitido a las mujeres). Tenemos que investigarlo. A la hora de irnos, la señora de la taverna le regala a Lucía un komboloi humilde, muy usado, de cuentas rojas, probablemente el suyo. Esa señora no lo sabe, pero, para nosotros, es Grecia.
A pesar de llevar cuatro años en Grecia no conocíamos el komboloi, ni la mastihka. Nos queda mucho que aprender sobre los griegos, mucho que descubrir sobre cómo viven y cómo piensan, detrás de los paseos marítimos, los waterfront de estos puertos donde recalamos. Y, por supuesto, tenemos que aprender a jugar al komboloi. Se lo debemos.
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