Hoy llega Sara. Me hace muchísima ilusión pero a la vez tengo el temor de que salga mal.
Porque nunca ha querido navegar. Al menos, no con nosotros. Al menos, no después de aquella primera experiencia, hace años, en aquel barco alquilado, cuando aún sabíamos tan poco y navegar nos quedaba aún tan grande.
Ese año vinieron las tres, María, Irene y Sara. Era julio. Apenas había viento. Iniciamos la travesía en el Tomás Maestre con destino San José. El plan era hacer trayectos cortos, de puerto en puerto, procurando que cada noche tuvieran un escape a tierra, que el barco no se les hiciera angosto y el tiempo largo. Pero al segundo día ellas ya habían decidido que ni siquiera los delfines de la bahía de Mazarrón o tomar el sol en cubierta a todas horas les compensaba el esfuerzo. En Garrucha cogieron sus mochilas y un bus a Madrid.
Irene volvió. Se unió durante unos días a nuestra travesía de la temporada 2022 y, esta vez sí, lo disfrutó. Pero Sara no ha venido más.
Hoy no sé qué planes trae, qué espera, qué composición se ha hecho en su cabeza de lo que supone vivir en el barco. Sabe que vamos de travesía, que no hace calor, que podemos quedarnos atrapados en puertos o fondeos por el estado de la mar o por el viento. Dice que no le importa, que se adapta a lo que venga...
Ayer llegamos a Taormina, que nos recibe como sólo Taormina sabe hacerlo, con el imponente paredón al que retrepa la ciudad y la hipnótica visión del Etna al fondo de la bahía.
Noche de ansiedad y mucho swell.
Esta mañana hemos explorado en dinghy la zona buscando un sitio cómodo donde desembarcar y dejar la lancha. No nos gusta ninguno. En un intento más bienintencionado que efectivo movemos el fondeo a la bahía, cerca del porticholo, para usarlo como base de operaciones. Error. El swell entra inmisericorde allí. Deshacemos el fondeo y volvemos a donde estábamos.
A todo esto, se nos ha hecho tarde para comer. Devoramos algo rápido. Sara avisa de que su avión se ha adelantado y ha conseguido coger el primer bus, así que salimos a toda pastilla. Luis me deja en el puerto pesquero y me apresuro en busca del autobús que me llevará hasta la parte alta de Taormina. Caprichos del destino, consigo coger un Interbus que trae solo cinco minutos de diferencia con el Etna de Sara.
Todo el camino hemos estado hablando por whatsapp: "por dónde vas", "mira a tu derecha", "fíjate en ese hotel", "ahora viene una carretera estrecha", "atenta a la subida". Esperándola en la estación, el tiempo no fluye. Por fin su bus aparece y la veo agitar la mano a través de la ventanilla trasera.
Recorremos Taormina. Igual que la primera vez con Luis hace un año. De Porta Messina a Porta Catania. Las iglesias, los establecimientos, la Naumachia, que para mí es el lugar más bonito de Taormina y que a Sara también le entusiasma. La catedral, la fuente, el mirador sobre la bahía en la que, esta vez, nuestro barco apenas se distingue en la lejanía. Sorprendentemente, hay mucha gente a pesar de que es mayo y a pesar de la llovizna intermitente. Es un sensación rara ir acompañando a mi hija y enseñarle los lugares que ya conozco, siempre con la impresión de que el cansancio (o el frío, o la mochila, o el día plano y gris) no le está dejando disfrutar. O quizás es que le ha decepcionado y la ciudad no se parece a su réplica en esa serie que le gusta.
Ya de regreso, Luis nos recoge en el dinghy. Primera toma de contacto de Sara con la realidad del barco ("ah, pero ¿no estáis en un puerto?"). Sube al dinghy y no se queja. No parece importarle la incomodidad. Se ríe ante la posibilidad de caerse al agua con mochila y todo. Hace fotos, decenas de fotos, disfruta haciéndolas. Y ya en el barco "cómo se mueve esto, ¿no?". Pero enseguida se adapta al vaivén del pequeño oleaje que nos entra de lado y al espacio reducido en el que encajará feliz los próximos días.
Cenamos y se va a dormir. Nosotros no. Toca levantar el fondeo y aprovechar las horas de bonanza para avanzar en nuestro camino hacia Corfú, donde Sara se despedirá de nosotros siete días después, con un tiempo espléndido y con la pena de tener que regresar al frío y la lluvia de París. Su marcha dejará tras de sí horas de cariño y confidencias, cientos de fotos y un vacío muy grande.
¡Vuelve pronto! Je t'aime, ma fille.
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