Continuamos nuestro camino hacia Grecia pasando por el estrecho de Messina. Estamos replicando casi milimétricamente el recorrido de vuelta a casa del año pasado. Y, al igual que el pasado verano, planificamos una escala en Taormina para embarcar a un nuevo tripulante. En este caso una nueva tripulante que nos acompañará hasta Corfú: Sara, la hija de Lucía.
El cruce de Messina es otra vez muy tranquilo. Es ya la tercera vez que lo abordamos y nos sigue sorprendiendo que, a pesar de la fama épica de este paso y del respeto reverencial que provoca, por alguna razón desconocida el Sargantana lo encuentra siempre plácido y como dormido. Cierto, somos muy cuidadosos planificando el horario de la etapa para entrar en la parte norte del estrecho (donde las corrientes de marea son mucho más notorias) en el momento de máxima corriente a favor, pero eso no explica que tengamos siempre la fortuna de que el viento sea mínimo y la ola inexistente.
Messina, incluso en este tercer cruce, todavía nos provoca una emoción especial al doblar el cabo de Torre Faro, dejando por estribor la torre eléctrica (en desuso) del lado de Sicilia. Es espectacular ver cómo se abre de golpe el paso hacia el sur y cómo el indicador de velocidad se dispara como por arte de magia… cinco nudos… seis nudos… siete… ocho… nueve nudos. El Sargantana ya vuela.
La corriente a favor y el escaso viento norte nos permiten quitar el motor, desenrollar el génova y resbalar por el tobogán de Messina como niños en el parque. El impulso nos dura mucho tiempo, casi hasta Taormina. Somos prácticamente los únicos bajando, aunque por el carril contrario del DST podemos ver varios veleros que suben trabajosamente, a motor, apretando los dientes a palo seco, tirando de motor para tratar de ganarle un pulso desigual a la corriente en contra que les frena inmisericorde. (Pardillos…¿no podríais haber esperado unas horitas para disfrutar del placer de una bajada del estrecho, en vez de empeñaros en subirlo?).
Todo es igual que otros años excepto una cosa. En este cruce no vemos falucas, los peculiares barcos pesqueros de altura con mástiles altísimos y largos baupreses que persiguen bancos de peces espada. Mayo no debe ser temporada de pesca. Una pena, se les echa en falta moviéndose a toda velocidad entre ambas orillas con sus vigías en lo alto y sus arponeros en proa. Messina sin falucas es menos Messina.
Llegamos a destino, Taormina, a primera hora de la tarde. La bahía está casi desierta. Muy pocos barcos fondeados en comparación con lo que vimos en agosto del año pasado. Todos se concentran al sur de la rada, junto al muelle de Giardini-Naxos, buscando abrigo frente al ligero “swell” que esta vez entra por el sur. Sin viento. Con sol. Buen lugar y buen momento para una recalada a la espera de un nuevo tripulante.
Eso sí, la tregua de buen tiempo de los últimos días está llegando ya a su fin. Se acercan borrascas y tendremos que zarpar lo antes posible hacia el este, mañana mismo por la noche. No es lo ideal, no tendremos viento y habrá que tirar de motor, pero es la única opción si queremos evitar navegar con las lluvias y vientos de proa que se aproximan.
Sólo disponemos de un buen refugio contra el nuevo temporal que llega a Calabria: la Marina de Roccella Iónica, a unas 60 millas de Taormina. Una recalada familiar, casi un descanso obligatorio en la costa monótona e interminable del sur de Italia, un puerto acogedor con todo lo que necesitamos: gasoil, agua dulce (muy buena), instalaciones cuidadas, lavadoras y una atención siempre excelente. Hay que pagarlas, claro, pero cuando el temporal y la lluvia lo hacen imprescindible es un placer ocultarse en un lugar como éste en el interminable juego del escondite que es navegar en primavera.
Sara tendrá que comenzar su travesía de una semana en el Sargantana con una motorada nocturna de más de doce horas y un par de días aburridos de espera en un puerto agradable aunque con pocas diversiones. Pero así de traicioneros y juguetones son el mar y los elementos, y así deciden organizar las novatadas a los marineros noveles.
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