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viernes, 5 de agosto de 2016

Día 14: Palermo.

Palermo es una ducha siciliana.  Al menos en agosto. Un lugar tórrido, húmedo, de luz cegadora, con aspecto polvoriento y un poco descangallado. Es un gran horno con calles estrechas llenas de coches y motorinos, que se entrecruzan en un caos extrañamente ordenado. Hoy vamos a dedicar todo el día a visitar Palermo. Lucía ha estado diseñando cuidadosamente la visita y ya me dice desde el principio que un día no es suficiente para ver ni siquiera todo lo “imprescindible” de Palermo, y que tendremos que elegir. Resolvemos buscar un tour turístico que nos dé una vuelta por la ciudad antes de decidir qué visitar o no. La oficina del puerto nos da mapa publicitario de un tour en trenecito que tiene la primera parada no lejos (bueno, no demasiado lejos) de donde estamos, y allá que nos vamos. Yo estoy empapado de sudor antes incluso de subir al tren.

 

Palermo es la ciudad del arte y de la mierda. Una sucesión de palacios y caserones señoriales, catedrales, iglesias y edificios oficiales de distintos estilos arquitectónicos, pero con la gracia que sólo las ciudades italianas le saben dar a la arquitectura. La apoteosis de la arquitectura religiosa. Pero todas esas maravillas están mezcladas con callejones estrechos, casi todos ellos empedrados con piedras antiguas, grandes y lisas. Dejamos el trenecito en la Puerta nueva, en el Palacio de los Normandos en la larguísima Via Vittorio Emanuele. Durante la mañana visitamos la catedral, magnífica (sobre todo por fuera), y con una brillante mezcla de estilos; los Quattro Canti, en la plaza Vigliena; la fontana de la Piazza Pretoria, o más comúnmente, la Piazza della Vergogna, por sus estatuas desnudas; la iglesia de La Martorana, o Santa Maria dell'Ammiraglio, con su espectacular interior; la iglesia de San Cataldo, con sus tres cúpulas rojas. Pero para ello hemos tenido que pasar calles malolientes, sucias, descuidadas, con basura almacenada y excrementos de perro poblando las aceras, y hemos tenido que abrirnos paso entre una multitud de turistas de camiseta, bañador y chancletas, sudorosos y malolientes (como probablemente nosotros), con ojos de agobio y respiración jadeante, que llenan las calles y bloquean los estrechos cruces para hacerse selfies.

  
    



Palermo es la ciudad de los vivos y de los muertos. La vida que se adivina en los mercados de filas de cientos de puestos de frutas, o de carne, o de pescado... Palermo tiene tres mercados principales. Nosotros hemos visitado el Mercado de Ballaró. Es como el Rastro en Madrid. Pero los vendedores vocean su fruta y su pescado de una manera que sólo es posible en Sicilia. Y los compradores buscamos la manera de avanzar por pasos angostos entre los puestos que comparten personas y motorinos. Motorinos que uno conduce con una litrona de cerveza, llena, encima de la cabeza…  Y Palermo exhibe orgullosa sus muertos, 8000 cadáveres momificados colgados de las paredes de largos pasillos en unas catacumbas siniestras en el Monasterio de los Capuchinos. Hacemos cola durante 10 minutos hasta que las puertas se abren a las 1500, después de comer. Encabezamos una pequeña multitud de turistas que entran riendo y hablando y que, de repente, quedan en silencio sepulcral (nunca mejor dicho) cuando empiezan a recorrer los pasillos organizados por curiosas categorías: el corredor de los hombres, el de las mujeres, el de las vírgenes, el de los profesionales, el de los monjes… A cada lado del pasillo, dos filas de cadáveres, una a nuestra altura y otra más arriba. Los cadáveres vestidos, tal como los embalsamaron hace 100 o 150 años, la mayoría con las calaveras peladas, otros con pelo, algunos con boina o con bigote. Una niña de unos 8 años tiene todavía los rizos rubios y la piel casi de viva, y parece ser que abre y cierra los ojos por un curioso fenómeno que tiene que ver con los cambios de humedad en la piel momificada. Las catacumbas son el parque temático del horror, una de esas visiones que sabes que no podrás olvidar nunca y que esperas que nunca se cuele en tus sueños. Un sitio en el que sabes que no podrías entrar sólo, de día y mucho menos de noche.

          Ó
 


Palermo es Rosario, el dueño de la lavandería self-service en la que hemos lavado toda la ropa pendiente. Rosario es un señor delgado, de unos 60 años, muy simpático. Al llegar ayer por la tarde, sólo media hora antes de la hora de cierre de la lavandería, nos miró con cara de resignación. Le haríamos llegar media hora tarde a la cena, y durante esa media hora nos contó su vida como probablemente cualquier siciliano de Palermo haría en situación semejante. Rosario fue pescador en Boston. Se fue a USA sin saber inglés y sin saber pescar, y se embarcó en uno de esos barcos de Nueva Inglaterra que pescan el bacalao en el invierno terrible de olas de 10 metros, con su bigote “helado durante todo el día”. Soportó el mareo y el vómito durante un año hasta que se acostumbró a los temporales. Pescó durante 17 años, hasta que volvió a Sicilia porque quiere "morir con los pies en la tierra, y en Palermo”. Volvió con unos ahorros para montar un negocio de lavandería que “sólo da para vivir, no para hacerse rico”. Pero Rosario es feliz, orgulloso de su inglés que disfruta exhibiendo a la clientela, y orgulloso de que su hija va a poder ir este año de vacaciones a Barcelona. Rosario es el paradigma de esta gente que desciende de griegos, fenicios, romanos, españoles, normandos y árabes, y de ese sentido común con el que nos dice que “nunca entenderá cómo pueden venir los turistas a esta ciudad, tan bella, a ver esqueletos de muertos”.
 

2 comentarios:

  1. EStoy impresionada.....es como si hubiera estado en Palermo...gracias Lucía y...... me he enganchado a vuestro Blog!!
    Lola

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  2. Gracias Lola. Pero el mérito es de Luis. Él es quien escribe. Yo sólo hago arreglos de redacción, añado detalles de sitios y pongo fotos. Bueno, también escribo algo, en tinta rojiza. Pero de Palermo he preferido no estropearle a Luis su relato de sensaciones.
    Gracias por leernos.
    Besos.

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